En días recientes se ha discutido con profusión qué tan acertado es delegar en el ejército tareas públicas como operar una línea aérea de vuelos comerciales. Una de las principales críticas a una decisión de este tipo es la del costo de oportunidad. Si se le encomiendan tareas adicionales al ejército que las que actualmente tiene, podría comenzar a descuidar unas por hacer otras. Esa idea nos lleva a otra anterior sobre lo idóneo que es emplear al ejército para tareas de seguridad pública. Y así podríamos seguir conectando enredos sin llegar propiamente a ningún asidero racional. Desmenucemos el lío y dejemos de lado, tan solo por ahora, el debate sobre el ejército en la seguridad pública para concentrarnos únicamente en su desdoblamiento en otras tareas.

Gobernar es un verbo complicado. Con mucha frecuencia se entiende mal y, apenas uno escucha la palabra, frunce el ceño como un juguete gruñón. Vayamos a la definición más simple: gobernar no es otra cosa que dirigir, pilotear una nave, manejar un país o una ciudad y sus problemas. Claro que gobernar no siempre quiere decir aprobar leyes o movilizar a la policía. Ofrecer incentivos a la inversión, y regular la competencia en un sector económico también son maneras de gobernar, solo por citar un par de ejemplos.

Bajo esta definición, gobernar no es un verbo exclusivo del Estado. Una persona puede gobernar lo que le pertenece. Manejar un coche implica dirigirlo, pilotearlo. He escuchado incluso a alguien a quien se le invita enérgicamente a calmarse con un sutil: ¡gobiérnate, José! Uno puede gobernar su comportamiento y tratar de gobernar sus problemas cotidianos. En este orden de ideas, cabe plantearse un escenario hipotético. Supongamos que tienes que hacer algunas tareas domésticas, nada complicado. Colgar un par de retratos y limpiar el candelabro. Hay en algún rincón del ropero una caja de herramientas y de ella sacas, naturalmente, el martillo y una serie de trapos. Con casi toda certeza, te bastarán unos balanceos del martillo para dejar en su lugar el retrato en la pared. Tomará, desde luego, mucho más tiempo y cuidado frotar los pedacitos de vidrio colgantes antes de que el candelabro quede presentable.

De acuerdo, el nivel uno era más que evidente, y quizá estés ya volteando los ojos al cielo en exasperación como ese meme de Robert Downey Jr. pensando que ya sabes para dónde voy. Pensemos en el escenario dos: el lavabo escurre una diminuta pero molestísima gota una vez cada tres segundos y la luz de baño ya no enciende. Uno puede hablarle al plomero y, aprovechando el viaje, pedirle que desmonte la lámpara y le eche un vistazo a los cables, pero probablemente haya personas más calificadas para esa segunda tarea.

Aunque parezcan ejemplos imposibles de reconciliar con la realidad que nos compete, no lo son tanto. Diseñamos organizaciones públicas con tareas específicas porque los problemas públicos son tercos, complejos y preocupantes. Del mismo modo que no le sacudiríamos el polvo al candelabro con el martillo, cuesta trabajo pensar que el ejército sea la organización pública que se haga cargo de todas esas tareas para las que no fue diseñado. No nos desviemos de este asunto: no tiene nada que ver con su honestidad y rectitud. Simplemente el martillo está hecho para unas cosas y el ejército para objetivos específicos.

La explicación de por qué elegir al ejército para tareas que antes no desempeñaba en estos días es, en términos generales, lealtad y control. Son valores que tradicionalmente se asocian con organizaciones militares. El ejecutivo confía en el ejército y en su jerarquía rígida para controlar sus acciones, pero gobernar en estos tiempos requiere de mucho más que confianza y control. Ahí radica lo más complicado de esta discusión: ¿qué tanto se pierde en capacidad técnica y experiencia por privilegiar la confianza y el control? Claro que delegar implica ceder parte del control sobre algo. De ahí que gobernar relativamente bien sea harto difícil, pero se le puede. Podemos echar mano de ejemplos donde la regulación funciona mejor que la creación de empresas estatales, y también hay casos donde haya tenido sentido crear una agencia del Estado. En ese nivel de discusión debería pensarse si el ejército debería operar una línea aérea comercial. Uno puede confiar con los ojos cerrados en el mecánico de toda la vida, y eso no lo hace un gramo más calificado para abrir una peluquería y hacernos el corte del mismísimo Rober Downey Jr.

@elpepesanchez 

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