Será el tránsito insoportable y a ratos riesgoso de fin de año o el frío decembrino que anuncia la temporada cuando al banco nada más va uno a sacar, como decía Chava Flores. O la reflexión ociosa que brota cuando uno logra despegar el cerebro de la vorágine de videos y datos chatarra perfectamente olvidables de las redes. Tampoco es que me haya puesto a diseñarme mis propias listas de lo mejor y lo peor del 2025, o un recuento de cuánta música escuché y cuántas veces busqué cómo arreglar la cafetera en YouTube. Sin proponérmelo, me cayó la revelación individualísima que aquí comparto sobre eso que pinta de cuerpo entero este tiempo que atravesamos justo en estos días.

Una encomienda difícil, si me lo preguntas, considerando que todo el tiempo suceden un montón de cosas y todo el tiempo nos estamos enterando más o menos de todas, así que hay competencia por la cosa representativa de este tiempo. Claro que puedes estar absolutamente en desacuerdo y hoy que todos tenemos una cámara que voluntariamente nos apunta a la cara, puedes hacer tu lista o tu elección y todo bien. El punto es que alguna vez como humanidad empezamos a tener la necesidad fundamental de tomarnos fotos de nosotros mismos y, por hacernos los interesantes y modernos le llamamos colectivamente selfies. Y por allá del remoto tiempo antes de este año descubrimos que era fundamental también contar con una herramienta que pudiera facilitarnos tomar una selfie como Dios manda. Así, hubo un tiempo en mi cabeza que se definió por el invento revolucionario del palito selfie: una estructura casi siempre retráctil, metálica y cilíndrica que funcionaba a manera de extensión del brazo de uno mismo y donde se colocaba el teléfono para poder alejarlo con suficiencia del rostro y poder tomar una buena selfie.

Ojo, que no estoy yéndome al tiempo remoto de los teléfonos con auricular, cable de espiral y disco sino del tiempo remoto donde reinó el palo para selfies. Justo barriéndose en el final de este 2025 cae otro invento revelador de las preferencias de la humanidad de este mundo: un frasco de vidrio en forma de oso con una tapa que asemeja un gorro y un popote en donde tendría la mollera. La cafetería fast food más consolidada se anotó un gol de media cancha haciéndonos ver que no lo sabíamos pero necesitábamos almacenar nuestras bebidas heladas en ese vaso y no en cualquier otro recipiente indigno. Resulta indiscutible aceptar que, ciertamente, es muy simpático llenar de café con leche y diez cucharadas de azúcar el vaso para traer casi a la vida al oso en cuestión, como quien busca una revelación de equinoccio en las escalinatas de un templo. Y hemos visto con lujo de detalle esa maravilla del vaso porque, como tantas otras cosas, se volvió viral. Los teléfonos se inundaron de videos con gente formada en piyama en la madrugada hostil afuera de una sucursal para conseguir un vaso. Y videos de gente comprando el vaso. Y videos de gente mostrando cómo se llena de líquido. Y luego la maquinaria del mundo hizo lo suyo y supimos de gente pagando y cobrando para formarse en tu representación en la fila del vaso, y gente vendiendo, subastando y peleándose con otra gente por la reventa del oso de vidrio en cuestión. Y pasó de los casi novecientos pesos más la bebida a los dos mil y quién sabe cuántos más pesos en ventas particulares.

Eso vale nuestro miedo de no ser parte de algo, un fenómeno social tan famoso que, but of course, le pusimos un nombre y acrónimo en inglés: fear of missing out, o fomo. Lo distintivo de este tiempo es que podemos monetizar ese fomo, ponerle una justa dimensión a esa ansiedad que nos produce ver que alguien parece ser feliz en una pantalla y desear adquirir, compartir o comprar esa alegría. Claro que tú puedes decirme que no todo el mundo sucumbió y es cierto. No dejo caer los párpados pesados como juicios pero sí hay que reconocer que generó ruido significativo en las redes y que sí hubo gente formada y, penosamente, produjo un mercado negro de vasos en forma de oso, signo casi irrefutable de que algo es relevante o, de perdida, digno de mercantilizar.

Ciertamente nos podemos poner devotos a estas alturas del partido y decir que quien esté libre de pecado, tire la primera botellita oseznoforme. Todos tenemos nuestro talón de Aquiles y, aunque nos damos vuelo criticando y pronunciándonos con todo el peso de nuestro teclado, somos esa persona formada esperando algo, buscando la receta para entender qué hacemos en el mundo, tratando de conseguir un atajo que nos lleve a la curva de la comisura de los labios donde una mueca se vuelve sonrisa. Tan desprovistos estamos de símbolos que los encontramos en la primera cosa que parece escasa, aunque la vendan a cuatro o cinco veces su ya inflado precio en los callejones de internet. Salud, pero con cuidado, para no estrellarle una oreja al vaso.

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