No acaba uno de fijarse resoluciones de año nuevo cuando la realidad se impone como salida de un mal sueño cyberpunk. Debimos haber hecho enojar a uno de los cinco Budas y quebramos accidentalmente el mandala cuando compramos uvas orgánicas en el súper mercado en vez de las siempre confiables sin semilla del mercado sobre ruedas. El caso es que provocamos este inicio de 2020 con pinta de distopía, aunque el 2019 ya venía haciendo aguas.

Mientras vamos a inscribirnos al gimnasio más cercano donde nos prometen que saltando cajas y dando vuelta a llantas de tractores vamos a alcanzar la felicidad, al mundo se le atora en la garganta un puñado de cosas que, inconexas, son el pan de todos los días, pero todas a la vez suenan absurdamente mal. En qué callejón doblamos mal cuando salimos corriendo -maleta en mano- para provocar en efecto mariposa un incendio forestal todavía más horrible que los anteriores. Mismo que -más triste aún- puede hacer espacio casualmente suficiente para negocios que nos hacen superficialmente felices pero dependientes y acaban con el mundo de manera tan convincente que no nos damos cuenta de que cada bocado de vacío término medio es un pedazo ahumado del Amazonas.

¿De qué color tan caprichoso te pusiste calzones, querida CDMX, para empezar el año con aviones presidenciales que sólo despegan si se trata de cruzar el Atlántico? O alertas sísmicas que suenan sin sismo: tocamos madera -mejor no perder la práctica-. Barrimos la casa como ordena el ritual, pero nos despertamos con gente que reclama porque ya no dan bolsas de plástico en la tienda mientras se redimen visitando Mazunte y tomándose fotos con tortugas bebé. Echamos sal por encima del hombro al tiempo que aplaudimos la aprehensión de un exfuncionario como si México ganara el mundial, olvidando que la justicia no es una cosa de echar porras, de revanchas ni de predicar albricias o festejar en el Ángel.

Pero la posmodernidad se impone igual. Compartimos memes premonitorios de una terrible guerra mundial como una manera de santiguarnos, de contarnos chistes fumando al lado del tanque de gas. Apenas me alcanza la memoria para acordarme de cómo escuchaba en una televisión vieja un resumen del día en la Guerra del Golfo mientras mi madre compraba en la bonetería. Ahora ya no existen ni las televisiones viejas ni las boneterías. Nada más nos quedaron las guerras.

Remata el retablo apocalíptico, querida ciudad, este limbo en el que el tránsito es más dócil porque los niños todavía no entran a la escuela. Donde los únicos que corren son los Reyes Magos a este mercado donde los juguetes son iguales, pero parecen estar menos caros. El milagro de los meses sin intereses riega el musgo y heno con esa humedad propia del que sabe que acabará pagando los regalos el resto del año. Qué distinto parecía todo cuando se encargaba el cinco de enero un caballero del zodiaco y no un iPhone diecinueve. Cuando las roscas no estaban llenas de queso, de carne al pastor (habrase visto cosa más apocalíptica), ni cubiertas de caparazón de concha, o de conejos de chocolate. Cuando traían esa figura de plástico con rebaba muy distinta al bebé yoda de azúcar verde.

Y, como si fuésemos tripulantes de un cuento de Alberto Chimal, nos miramos cayendo a un vacío tremendo mientras se nos termina esta tregua en la que la discusión polarizada e inútil se vio neutralizada por instrumentos de paz tamaño plato de romeritos. No se cuentan reportes de conflictos familiares por opiniones políticas encontradas gracias al bacalao a la vizcaína que hágame usted el favor de explicar cómo cenamos cada fin de año pescado deshidratado con sal preparado como en Vizcaya. Nosotros, que a veces sí y otras no hacemos vigilia. Y que dudaríamos tres segundos para señalar el País Vasco en el mapa, si nuestros departamentos tuviesen una biblioteca del abuelo dotada con un globo terráqueo de una belleza que haría temblar a cualquier App.

Pero con calma y nos amanecemos, ciudad. Que no podemos poner en la agenda ningún fin del mundo sin antes finiquitar la deuda de tamales en febrero de quienes se partan la curación dental mordiendo un muñequito del estilo, material y creencia que estile la panadería emisora. ¿De qué otro modo habríamos de pasar estos tragos tan raros en México si no empuñando un tenedor como si fuésemos el mismísimo Apolo frente al dragón imponente que asoma sus ojos detrás de los ceros del 2020?

@elpepesanchez

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