En las ciencias sociales ha cobrado fuerza en años recientes una crítica sobre la preferencia de las revistas científicas por publicar artículos basados en análisis cuantitativos. Se trata de respuestas a preguntas basadas en el análisis de bases de datos grandes y modelos estadísticos que encuentran relaciones entre variables y apuntan, a veces, hacia cierta causalidad. Como cuando se descubre que ponerle unos dibujos macabros a las cajetillas de cigarros no redunda en menor consumo basado en un modelo que analiza el comportamiento de un montón de fumadores.

De algún modo, confiamos en la frialdad y objetividad de los números. Les conferimos neutralidad y un carácter limpio, científico. No es un hecho dudoso: un montón de modelos estadísticos han permitido el avance del conocimiento en tantas áreas del quehacer científico. Pese a todo, tengo la impresión de que a la humanidad en trazos muy gruesos se nos dan muy mal los números. ¿Cómo opinar lo contrario, en este tiempo donde basta encender el teléfono para mirar mapas que encienden luces rojas en tiempo real? Qué terrible paradoja: vivimos en una vorágine de información que se produce más rápido de lo que podemos digerirla. Tan frenético es su ritmo y tan compleja nuestra realidad que los números dejaron de tener sentido. No me refiero nada más a cómo se diluye el reloj y el calendario para quienes trabajamos desde casa, sino a la manera dramática en que han perdido significado los números.

La pandemia nos arrebató hasta esta semana a dos millones de personas en el mundo. Difícilmente podemos imaginar lo que dos millones de personas significan. Pero tratemos. Dos millones es poco menos que el número total de nacimientos registrados en México. Casi veintitrés veces la capacidad del Estadio Azteca. En México, ciento treinta y nueve mil personas han partido hasta ahora por consecuencia de la pandemia. Casi el mismo número de personas que caben en la plancha del Zócalo. Aunque le pongamos un perímetro a nuestra desazón, no deja de ser harto difícil entender la magnitud de nuestra pérdida. Un hueco del tamaño del Zócalo nos va a quedar, repartido en las calles, en la cocina y en el sillón de un montón de lugares. Repartamos esa cifra en el terreno conocido de lo cotidiano. En las filas del banco y el súper mercado, en ambos lados de los puestos de un tianguis. Huecos salpicados en las bancas de las iglesias. Hileras disminuidas en el río de personas que se van a cruzar en Madero y Eje Central. Butacas vacías, salones a medio llenar.

Indudablemente, esta nota raya en el lugar común, pero me cuesta trabajo aterrizar la idea de la severidad de este tiempo sin recurrir a lo único a lo que le encontramos sentido colectivo todavía. A lo mejor esa imposibilidad de dimensionar el tamaño de nuestra pérdida en México y el mundo esté relacionada con nuestra incapacidad también nacional y como especie de pensar en la otredad. Temo que quienes nos miren en el futuro no puedan distinguirnos de otro modo más que el de sociedades obcecadas en el individuo. Fallamos un día sí y el otro también como equipo cuando creemos que la mascarilla es opcional, cuando aprovechamos los vuelos baratos para viajar porque nos compramos la mentira cínica de que así apoyamos al turismo. Cuando criticamos a quienes tienen que salir a ver de qué modo logran el ingreso del día en un mundo apocalíptico, pero nos damos excusas para visitar a los nuestros, porque nosotros sí nos cuidamos.

Se nos dan tremendamente mal los números y pensar en los otros. La evidencia se nos estampa en la cara. De qué otro modo explicar que, tras implorar que los equipos de científicos en todo el mundo apuraran sus cálculos e intentos para desarrollar una vacuna, ahora que comienza su distribución nos invade un miedo absolutamente egoísta de sus efectos en el futuro. El miedo a la muerte es un rasgo profundamente humano pero parece no traducirse a nivel colectivo. Cientos de personas que han sido llamadas en el mundo para recibir la vacuna se han rehusado, pese a incentivos monetarios que se han intentado para persuadirlas. Como si la esperanza de contribuir a no dispersar más el virus fuese insuficiente. Suena a una apuesta absolutamente disparatada: decidir no vacunarse porque los efectos a largo plazo son inciertos, aunque ello implique no reducir ni una pizca la probabilidad de contagiarse. Y si algo sabemos ya es que quienes se contagian libran una batalla implacable y cuesta arriba. En ese cálculo arriesgado no hay lugar para los demás, para correr ese riesgo en colectivo de cualesquiera efectos secundarios que casi con toda seguridad serán mucho menos atroces que este tiempo que nos toca atravesar.

Como en las revistas de ciencias sociales, a menudo la narrativa se impone a los números. Podemos pasar horas mirando cómo pierden sentido las cifras en la pantalla, pero basta enterarnos de que alguien que conocemos enfermó, o que forma parte de ese hueco del tamaño del Zócalo. Si en algún momento de su vida ha de apostarle a quienes vendrán después, a quienes no forman parte de nuestros contornos individuales, que sea en la fila de la vacunación. Acuérdese que la fila es tristemente menos larga de lo que tendría que ser.

@elpepesanchez

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