@elpepesanchez

Pocas cosas hablan de cómo cambian las cosas como las noticias de guerra. No porque haya más o menos guerras que antes, sino por la manera en que uno acababa inmerso en esas noticias tristísimas. En mi infancia, la televisión era el medio más veloz para hacernos saber que algo pasaba en Iraq. Y ese algo era acompañado por escenas considerablemente genéricas de lo que podía parecer armamento. Hoy tenemos un lujo de detalle que, francamente, muchas veces desearía no tener. No para mirar para otro lado sino porque tengo por cierto que no me hace entender más la complejidad de un conflicto mirar imágenes satelitales y el plan detallado de un hecho espantoso por donde se le mire. Tiene una utilidad igual a cero engañarme pensando que soy distinto a nadie: no puedo evitar empujar el dedo sobre la pantalla y ver imágenes que desencajan y tampoco ayudan a entender gran cosa. Esto no es una apología del velo de la ignorancia. Acaso sea un nado contracorriente: no es que no quiera enterarme. Es solo que no quisiera ver el sufrimiento humano en alta definición.

Dado que el tiempo es un concepto muy abstracto, estos hitos lúgubres son una suerte de separadores del libro de nuestras vidas. Y lo son porque afectan de algún modo nuestro comportamiento frente a estos hechos difíciles de tragar. Probablemente las redes sociales no desaparezcan en el futuro cercano, pero son un elemento que distingue a esta generación. Somo estos humanos digitales, del internet en el teléfono y los gifs de gatos. Este contexto de híper abundancia de datos y conectividad tiene su efecto en la manera en que asimilamos fenómenos como la guerra. Todos tenemos o somos ese contacto que reproduce noticias sobre Gaza, o que comparte su sentir al asimilar estas noticias. Y eso está bien, supongo. Externar lo que uno trae dentro, porque cosas como ésta no caben en ninguna cabeza y hay quienes encuentran cierto consuelo terapéutico al compartir cómo se sienten.

Sin embargo, las redes parecen empujarnos a adoptar una posición nunca neutral. Antes se asumía que Facebook tenía un muro donde uno podía decir lo que pensaba si quería. Hoy tener un perfil de redes sociales parece no permitir esa voluntariedad y, más bien, nos obliga a tomar partido. Pareciera que si uno no dice nada lo hace como un silencio celebratorio de la injusticia y la barbarie. Todavía más. En nuestro presente posmoderno tenemos a marcas de ropa y otras organizaciones privadas condenando un ataque u otro. ¿En verdad necesitábamos que una compañía transnacional que se enriquece con la explotación laboral y la fast fashion condenara un hecho que evidentemente es condenable? A lo mejor tú piensas que sí, pero a mí no deja de sorprenderme la manera en que la sobreabundancia de información y las redes sociales crearon una relación parasocial entre nosotros y las marcas, las empresas y la gente famosa.

En ocasiones, nos convertimos en verdugos del silencio porque nuestros contactos no están publicando que toman partido, que les duele, que es abominablemente injusto todo. Bajo esa máxima de que uno solo existe si publica no cabe la posibilidad de que uno no sepa qué decir y prefiera no decir nada. Porque una ocupación y conflicto que lleva mucho tiempo y se recrudeció de manera calamitosa en estos días es harto difícil de entender, y porque quienes están involucrados no son villanos de Pixar sino humanos complejos, unos inocentes y otros canallas.

Podemos hallarla asidero en la psicología a este comportamiento, de opinar de algo complejo y asumir que quien no opina otorga en un silencio cómplice. Por un lado, está el sesgo cognitivo conocido como Dunning Kruger: quienes menos saben de un tema son, frecuentemente, incapaces de identificar que

saben poco del tema. Eso no solo los motiva a opinar con mucha confianza sino también a juzgar a quienes no se decantan por una opinión sólida en la variedad de temas complejos que el mundo arroje.

Del otro lado, está el síndrome del impostor. Mucha gente, mientras más sabe de un fenómeno en particular, más entiende que es profundamente complejo y menos se siente segura de asegurar algo, de decir que hay una verdad absoluta o una respuesta definitiva. Las redes sociales y lo que vemos todos los días en ellas son un reflejo claro del equilibrio de gritos y silencios en el continuo de quienes no atinan a decir nada porque no comprenden enteramente el mundo patas arriba y quienes no necesitan entender mucho para alzar la voz y mirar por encima del hombro a quienes no se suman al desconcierto colectivo.

Esto no es una defensa de ningún bando ni una invitación a que te pongas a opinar o te mantengas sin decir nada. Si bien le va, este texto es un recordatorio de que procesamos la información y también el amor y el dolor de maneras distintas. Si a ti te viene bien navegar en estos días ingratos compartiendo lo que sabes, lo que te enteras y lo que hace tu cabeza con ello, perfecto. Si prefieres no decir mucho porque hay cosas que difícilmente tienen lenguaje y cosas tan complejas que apenas el tiempo nos ayuda a desmenuzar, exactamente igual de perfecto. Tener internet no nos pone encima una piedra de obligación moral a opinar de todo. Está bien no entender, y también no querer leer más porque uno simplemente no puede con tanta calamidad. Está bien compartir y crear conciencia. Está mejor todavía aceptar y agradecer que somos diferentes, que incluso en la inmediatez y en la intrascendencia efímera que es nuestra vida digital podemos asumir distintos roles sin que uno sea mejor que otro. Vamos en el mismo barco, y no rema con más fuerza quien actualiza más sus noticias y profesa lo que entendió que quien las lee en silencio y trata de encontrarle cuadratura a un mundo desorbitado.

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