Pienso que el amasijo de redes sociales (chats, perfiles de fotografías, videos, memes y demás diatribas virtuales) vinieron a colocarse en el sitio que ocupó la televisión para la generación que nos precedió. Necesitamos el ruido continuo que no dice nada en realidad para reducir al mínimo el silencio. Porque la quietud casi necesariamente significa estar solos con nosotros mismos. Ahí radica la belleza macabra de pensar en el espejo negro (sí, como en la serie): la soledad que viene cuando se termina la pila del teléfono y nos miramos en el rectángulo de vidrio ensimismados, como los chimpancés y el monolito de Odisea del espacio.

Por eso nos incomoda tanto el encierro. Porque ese ruido compañero permanente se entrelaza con el trabajo o cualquier rutina del mundo físico. Pero cuando se nos acaban los trayectos, los mandados y encuentros fortuitos de la calle, le dedicamos más tiempo al teléfono y su ruido. Nos percatamos, luego, de lo aburrido, muchas veces falso y redundante de todo aquello, que cuando pasa de segundo plano a la única distracción y ventana al exterior nos rebota en la cara la verdad sin filtros embellecedores. ¿Quién iba a pensar que un agente microscópico y peregrino iba a desnudarnos de esa manera?

Cuando la suerte nos puso frente a un enemigo sin cara, acabamos por convertirnos en ese personaje de películas apocalípticas que tanto nos desespera, por exagerado, egoísta y soso. Desde hacer de cuenta que una tos es más que una tos sino una responsabilidad civil de hacer menos grande el problema hasta la infinitamente egocéntrica e individualista manera de ver la vida, que se basa en el máximo principio de que a uno no le va a pasar nada. Como el meme del perro que sonríe dentro de una casa en llamas, ciudadanos y gobiernos miramos la desgracia en China con un dejo de superioridad que ahora no hallamos dónde arrinconar en casa. Culpamos a nuestros gobiernos de actuar muy tarde. Nos burlamos de su ineptitud como si necesitáramos un Estado único proveedor de información y una figura paternalista de autoridad que nos metiera el sentido común de saber cuándo encerrarse en casa. Hay una triste ironía en esta posmodernidad donde todo se mueve tan rápido y donde hay más información que seres humanos capaces de digerirla: nos quedamos quietos, vociferando en la madeja virtual que, por inmensa que sea, logra muy poco productivo.

Cuán feroces se lanzaron las voces a señalar que los gobiernos fueron sordos, que nos va a ir peor que a Italia, con esa mano alzada de quien lee las gráficas como historietas. Somos también incapaces de dimensionar el peso de las decisiones públicas. En un México donde más de la mitad de sus habitantes trabaja en la economía informal y tiende la ropa en un mecate muy alto que es la línea de bienestar, pegamos de gritos porque el presidente no manda a todos a su casa. Qué inconscientes, todos ésos que siguen afuera, desperdigando el virus. Qué les cuesta encerrarse un par de semanas y vaciar un par de repisas de la alacena. Además, las sardinas son muy nutritivas. Pero ojalá que acabe pronto, porque hacer home schooling y verle la cara a los compañeros en reuniones virtuales muy artificiales es muy deprimente.

No es la primera vez que a esta generación se le miran las costuras de una honda falta de empatía. Pero el miedo a morir nos perfila tal y como somos, sin posibilidad de añadir un hasthag que amortigüe la durísima realidad. Criticamos desde el privilegio a quienes no pueden pensar en quedarse en casa porque, a partir de ese momento, se acaba el ingreso -no digamos ahorro- y cualquier reserva de comida. En una nota reciente, ante la pregunta de cómo reacciona el vecindario ante las compras de pánico, una vecina respondió sonriendo que allí no había compras de pánico, porque todo el mundo va a comprar lo del día. Allá, donde no hay súper mercados que los bendigan. Cómo se atreven ésos a seguir atiborrando la combi. Nosotros los vemos negando con la cabeza desde nuestras bicicletas y carriolas, porque aunque sea un ratito que salgan los niños o nos vamos a volver locos. Pero cuán necesario es un gobierno que nos ordene suavizar la curva, para que todos ésos se metan en sus casas.

La gente que reflexiona sobre este tiempo anticipa el fin del capitalismo o de la globalización en una condena que suena un poco a redención. Y tiene algo de sentido. ¿De qué nos ha servido el mundo híper conectado ahora que la epidemia nos tumba de rodillas? Extrapolando nuestro egoísmo, los gobiernos cierran fronteras, y acaparan la compra de posibles curas, ventiladores, mascarillas, igual que nosotros agotamos el papel higiénico hace unos días.

En este oscuro sálvese quien pueda, donde reina la desconfianza en los gobiernos y se perfilan preguntas sobre el papel de los gobiernos estatales y las ciudades, la pregunta no será si veremos el fin de la globalización sino qué clase deformada de globalización nos tocará vivir. En un mundo donde de por sí nos agitábamos en extremismos, las salidas a esta pesadilla pueden ser igual de pendulares. Reflexiones como la de Byung-Chul Han sobre la manera en que los Estados asiáticos contuvieron la epidemia gracias a su omnipresencia y vigilancia extrema sobre los ciudadanos, hace pensar cuándo habríamos de imaginarnos en ese mundo orwelliano del lado que agradece y justifica el ojo gigante del Estado en la ventana de tu baño.

Acaso después de esta locura aprendamos otras lecciones. Sobre todo, nosotros, que nos creíamos muy falazmente que éramos parte de una cultura occidental exitosa y sofisticada. Hay otras ideas, allá muy lejos. Otras voces que, en vez de ocupar todas sus cámaras en ubicar al individuo que comenzó todo, aprietan filas y concluyen que de ésta saldrán todos juntos, sin importar dónde empezó. Para muestra, un gesto. En México y tantos otros lugares, mirar a alguien con cubrebocas genera desconfianza y temor, porque sólo los enfermos y extranjeros lo usan. Allá cierran filas y se lo ponen todos, para que los enfermos se cubran la boca libres de la presión de quien es el único haciéndolo.

Todavía viene lo más fuerte para muchos lugares del mundo. El pesimismo inunda los tinteros, como la voz de Nick Cave que piensa que somos un barco fantasma. Sin mirar hacia otro lado, desearía que al menos logremos llegar a algún puerto después de esta noche tormentosa. Cuánto habremos cambiado y de qué forma será esa nueva normalidad. Quién sabe. Ojalá que desde hoy comencemos a dibujar la condena del individualismo. Con estas manos, que incluso hoy ya son distintas al mirarlas tantas veces en el lavabo.

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