Cuando era niño, mi madre cantaba una canción de cuna maya y, aunque se mudó muy pequeña de Mérida al Distrito Federal como muchos en esa generación chilanga, recordaba un montón de palabras aprendidas de sus abuelos. En una tarde haciendo cualquier cosa, nos visitaba casual e intermitente una manera de decir algo en maya. Según mi madre, se trataba de una lengua dulce, cariñosa. Claro que tenía palabras para todo, pero especialmente para materializar fonéticamente amores, afectos y parabienes.

El lenguaje, creo, es uno de los artefactos más extraordinarios de la humanidad. Es una creación colectiva que cambia, se adapta y refleja el pensamiento de sus hablantes porque sirve, precisamente, para nombrar la realidad de quien lo expresa. No sólo construimos al mundo nombrándolo, sino que el propio mundo moldea nuestro vocabulario al presentar una realidad que necesita sonidos, letras, representaciones simbólicas. En ese orden de ideas, el lenguaje evoluciona al ritmo que le marcan sus hablantes, y es de algún modo simétrico a la realidad física y social de las comunidades que lo hablan.

Tiene un tiempo formándose en mí la impresión de que vivimos en una era de polarización, exclusión y furia. No soy, evidentemente, ni el primero ni el único que sostiene semejante idea. Recientemente el New York Times publicó una lista de los libros de no ficción más vendidos, subrayando el tono polarizador, crítico y explosivo de los títulos que comparten los primeros lugares. Pankaj Mishra ha publicado páginas y páginas sobre el resurgimiento del nacionalismo populista, caracterizado por el antagonismo, el aislacionismo y la furia en un sentido amplio. Siempre ha vendido el discurso basado en denostar y menospreciar, pero es más explícito en estos días donde somos practicantes y receptores de prejuicios no sólo de manera casi inconsciente e inadvertida sino de manera flagrante, en las pantallas y las conversaciones de frente.

Tratemos de conectar las dos ideas: (a) el lenguaje es un invento vivo que cambia como reflejo del pensamiento y la realidad de quien lo habla, y (b) la realidad que nos construimos y nos construye en estos días es una de enojo, polarización y exclusión. No será casualidad que el lenguaje de estos días obedezca, entonces, a esta realidad furiosa e impaciente. Tampoco es insospechado que expresiones como la música- un lenguaje en sí mismo, pero también un vehículo de lenguaje- refleje estos tiempos afilados.

Claro que el choque, la protesta y rebeldía han estado presentes en distintas épocas. El blues, el jazz, el rock y el punk, por mencionar lo más obvio, son el reflejo de épocas difíciles. Y aunque vivimos en tiempos de híper masificación, como lo anticipaba Ortega y Gasset, donde se produce tanta música que la inmensa producción parece uniformarse, hay ejemplos claros del lenguaje como símbolo de la época que transitamos. Trabajos sonoros como el de Sara Curruchich son muestra de ello. En su música, Sara se vale de elementos del rock, folk y urbano para hacer canciones que mezclan el español y el kaqchikel con un sentimiento claro de lucha. No solo por la reivindicación de los derechos de los pueblos indígenas, sino también como reflejo nítido de la compleja interseccionalidad humana: la etnicidad, el género, la condición socioeconómica. Dado que una persona no es únicamente maya sino también mujer, hombre o de género no binario, ese traslape de identidades incrementan o reducen la vulnerabilidad de esa persona en el contexto que habita. El lenguaje en la música de estos días da cuenta de esa complejidad y encono desde una posición activa y temeraria.

Esta perspectiva combativa, desde luego, no es nueva. Basta echar un vistazo al fin del siglo pasado: el EZLN era un movimiento social imaginado como un ejército. El lenguaje importa, construye la realidad, pero también la retrata. Para todos los pueblos originarios de América, la edad de la furia es permanente y existir es un acto de resistencia. Y es justo allí donde música como la de Sara cobra magnitud: en este tiempo donde la polarización impera y rompemos lanzas con nuestros amigos y vecinos defendiendo líderes e ideas que no hemos tenido bien el gusto de conocer, en este tiempo de encono y exclusión para donde mires, se canta un maya de las mujeres a quienes ya no duermen con canciones de cuna y que actualizan mitos antiguos para hacer evidentes los estragos del machismo. El lenguaje, como el agua, toma la forma de la vasija que lo contiene. Y las vasijas de estos días no se quedan calladas. Ojalá que el desenlace de la edad de la furia sea la palabra dignidad.

@elpepesanchez 

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