El árbol de Navidad desata, en tiempos recientes, un debate doméstico álgido. Tiene lo suyo de hipnótico mirar un árbol plagado de esferas y luces. Tanto que uno bien podría ponerse a pensar qué tanto sentido tiene talar un árbol, meterlo a la casa y alumbrarlo en el invierno justo en estos días en los que el cambio climático un día sí y otro también le prende fuego al bosque. Sin afán de arruinar la Navidad, hay quienes consideran que es harto más responsable hacerse de un árbol artificial que comprar un árbol natural recién talado que se convertirá incluso en un problema una vez pasada la temporada. Suena lógico, hacerse de un árbol de plástico que durará varios años en vez de cortar uno natural cada año.

Como en todo, hay ciertos matices que hacen de esta discusión una más compleja. Un grupo de ecologistas cada vez mayor recientemente ha comenzado a promover la compra de árboles naturales en vez de artificiales por distintas razones. La primera de ellas es un asunto de mercado y bienes sustitutos. Aunque parezca mejor idea no contribuir a la tala de árboles, la alternativa es un árbol plástico fabricado con derivados del petróleo: una industria gigante que nos ha costado muchísimo como humanidad ralentizar, ya no digamos detener.

La segunda es una consecuencia inadvertida de las granjas de pinos navideños. Dado que usualmente se plantan en suelo donde no había árboles y, sobre todo, en suelo cultivable que no estaba en uso, aunque tengan el propósito fijo de plantarse para ser talados en un tiempo, ese periodo en el que crecen y se desarrollan convierte la granja en pequeños espacios forestales que no existirían de otro modo. Nada más lejos de la artificialidad, porque incluso hay evidencia de especies de aves y otros animales que habitan estas granjas de árboles jóvenes que, tiempo después, ocuparán la mitad de nuestra sala.

Parece una discusión banal pero es de lo más pertinente justo ahora que se sopesan las bondades y costos de proyectos como el Tren Maya. Quién se opondría a una obra de ese calado que genera un montonal de empleos y que, sin duda, atraerá todavía más turismo en una zona de por sí atractiva. La crítica debe ser, evidentemente, más compleja que el decir si el tren es malo en sí mismo o no. Una parte de esta crítica podría discutir el costo de oportunidad: aunque se trata de un proyecto que tendrá beneficios a largo plazo, ha requerido una inversión muy grande justo en el tiempo en el que la pandemia hizo polvo a un montón de negocios y esquemas de economía informal que eran sustento de miles de hogares en el país. Cuando algunos otros países destinaban recursos a rescatar negocios micro y pequeños, nosotros seguimos con el tren y el aeropuerto. Que es infraestructura básica y crítica en términos de competitividad, claro. Que gobernar es el arte de saber en qué momento ciertas decisiones tienen sentido o no, también.

Se ha criticado mucho también el deterioro o destrucción del hábitat por el que avanza el tren. Los humanos de este tiempo son capaces de inventar soluciones creativas que pongan en marcha un sistema de transporte de avanzada buscando preservar al máximo recursos forestales y ambientales que hacen precisamente de esa parte del país un lugar impresionante. Claro que ese proyecto imaginativo y más orientado a la sostenibilidad habría costado dos o tres veces más. No sólo eso, quizá habría tardado mucho más su construcción que los seis años que dura un periodo presidencial. Nada peor que cargar con toda la crítica y el costo de un proyecto de infraestructura y dejar que quien venga después de uno se cuelgue la medalla. Casi tan absurdo como empezar a poner el árbol en enero.

@elpepesanchez

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