Cuando ganó Donald Trump la elección de 2016, numerosos analistas de todo el mundo advirtieron que con un gobernante de típico perfil populista-autoritario, la democracia norteamericana estaría sujeta a atentados y ataques.

Era claro que consistía en un peligro para la democracia. Pero la mayoría de ellos también señalaba que ésta probablemente resistiría pese al vapuleo, pues consta de instituciones suficientemente fuertes. Eso, a diferencia de lo ocurrido en otros países, donde demagogos semejantes han logrado desmantelar en buena medida su respectiva democracia. Se podía intuir desde 2016 que negaría resultados desfavorables, pues incluso antes de la elección de ese año advirtió que, de no ganarla, no reconocería el veredicto. Con todo, deja al país fuertemente dividido y confrontado, con quién sabe qué consecuencias (45 % de votantes republicanos aprobó el asalto al Capitolio, según la encuestadora YouGov).

Trump representa la concreción de un gran temor que tenían los padres fundadores en 1787: que como decían los griegos, la democracia siempre corría el riesgo de derivar en una demagogia, donde el gobernante concentra el poder en nombre del pueblo y puede abusar de él así como tomar pésimas decisiones sin contención. A partir de esa eventualidad, los constitucionalistas de Filadelfia no confiaban en el voto directo del pueblo, pues éste fácilmente podía caer bajo la influencia hipnótica de algún demagogo. Por lo cual, determinaron que esa decisión fuera tomada por el Colegio Electoral (un grupo de notables apartidistas y conocedores de la política), a partir de criterios fríos y racionales. Así, la elección misma era una consulta ciudadana no vinculante, y los electores podían nombrar a quien consideraran el mejor candidato, o el menos peligroso para el país y la democracia.

Por lo cual recomendaban que el Colegio, al margen de las inclinaciones de los ciudadanos, no eligiera jamás a nadie que cayera en al menos una de las siguientes condiciones; A) que no tuviera experiencia pública y política; B) que alentara la confrontación y el odio entre los norteamericanos, o C) que recibiera ayuda o tuviera compromiso con cualquier potencia extranjera. Trump reunió esos tres considerandos, por lo que no debe sorprender el daño institucional que ha hecho. Pero las ambiciones políticas de los partidos desvirtuaron pronto la función y facultades del Colegio Electoral, y pese a las peculiaridades de ese sistema electoral, cada vez se vinculó la voluntad ciudadana –aunque dividida por estados- con el resultado final. Eso dejó a los miembros del Colegio Electoral en meros transmisores burocráticos de la decisión en cada estado. Por lo cual, Estados Unidos está expuesto como cualquier otro país, a que lleguen demagogos sin experiencia pública y con compromisos externos, como Trump, que podrán atentar contra la democracia misma. Por fortuna, la propia fuerza institucional de esa longeva democracia representativa permitió resistir el embate del energúmeno populista que se logró colar.

Ha habido desde luego, elecciones donde en efecto un fraude resultó determinante en el resultado, como las de 1960 y 2000. Pero una tradición fue largamente desarrollada para preservar la estabilidad; los derrotados terminan aceptando el veredicto. Richard Nixon, que se negaba a aceptar su derrota, fue presionado por sus patrocinadores a conceder para así preservar la estabilidad, a cambio de recibir ayuda más adelante y volver a buscar la presidencia, cosa que ocurrió. Y Al Gore, tras impugnar legalmente la elección, terminó aceptando su derrota. Lo nuevo ahora es justo que, a Trump, un outlayer de la clase política, no le importó arriesgar la democracia ni la estabilidad política por negarse a reconocer su derrota. Quizá a raíz de esta experiencia, los norteamericanos busquen ahora sí una profunda reforma electoral, con más filtros, para evitar que otros chivos en cristalería del pelaje de Trump logren colarse a la presidencia. Debieran hacerlo.

Profesor afiliado del CIDE.  
@JACrespo1 

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