Hace algunos días, en una mañanera el presidente López Obrador preguntó, “¿Qué hacemos con los ricos?”. Pregunta que se ha prestado a diversas interpretaciones. Algunos lo han tomado como una amenaza a la clase pudiente y a la cúpula empresarial, a partir de políticas que podrían mermar sus ingresos o posesiones. Esa pregunta fue inspirada en otra hecha en 1875 por uno de los liberales con los que AMLO pretende identificarse, Ignacio Ramírez, “el Nigromante”, al gobernador del Estado de México, Carlos Olaguibel, después de haber oído sus ambiciosos y grandilocuentes proyectos de progreso y modernización; “Sí, pero, qué hacemos con los pobres?”. La frase reflejaba que los pobres e indígenas le representaban un fuerte obstáculo a la idea de progreso que manejaban los liberales. Ahora AMLO ha establecido políticas que según él irán terminando con la pobreza en el México del siglo XXI, pero pareciera que el obstáculo lo conforman los ricos. ¿Qué hacer con ellos?

Evidentemente eso se incrusta en el discurso que siempre ha manejado el tabasqueño a favor de los pobres y en contra de la desigualdad, de los abusos y privilegios excesivos de las clases altas. En cuanto a las metas de disminuir la pobreza y reducir la desigualdad, la gran mayoría las signamos. El problema radica en cómo hacerlo, pues hemos visto varias experiencias históricas en las que políticas públicas orientadas a ese propósito son mal instrumentadas, mal fundamentadas, y terminan siendo contraproducentes; arruinan la economía, la salud fiscal, incrementan el volumen de pobres y profundizan la desigualdad.

Pero viene por otro lado el uso político de ese discurso a favor de los pobres y en contra de los ricos. En él se da por sentado que los críticos y disidentes del gobierno actual es por razones de clase; están defendiendo sus privilegios que temen perder justo por las políticas sociales actuales; o bien son los ricos corruptos que robaban y se beneficiaban de sus relaciones personales y ahora, en un gobierno 100 % honesto ya no podrán seguir haciendo sus ilegales negocios. No consideran que pueda haber otra razón para disentir, criticar, cuestionar al presidente. Pero resulta que las cosas no están tan claras en este gobierno, donde se registra un porcentaje de adjudicaciones directas mayor que el que prevalecía en la oscura noche neoliberal. Y que muchos de esos contratos se otorgan a empresas recién fundadas que pertenecen a amigos o compadres de importantes funcionarios en activo. Ante tales denuncias, documentadas en su mayor parte, la respuesta es la negación, la solidaridad expresa de los colegas a los denunciados, voltear la mirada a otra parte.

Está también la parte ideológica de ese discurso anti-ricos; los pobres tienen sabiduría, humildad de espíritu, reserva de valores, en cambio que los ricos son el emblema de la perversidad, del abuso, de la corrupción. Incluso, Hugo López Gatell tuvo a bien aclarar que el coronavirus se introdujo a través de las clases pudientes. Se trata de ir creando culpables por lo que pueda suceder. Pero paradójicamente, muchos de los hombres más ricos del país, que fueron caracterizados por años como parte de la “mafia del poder” son hoy algunos de los aliados más importantes de AMLO. Y que numerosos los funcionarios de alto nivel en el gobierno son también bastante pudientes. ¿Es ilegítimo tener posesiones y riqueza? No necesariamente, dependiendo desde luego de cómo se logró hacer esa fortuna. Pero evidentemente resulta contradictorio proclamar un discurso de humildad y anti-riqueza, siendo parte de la clase señalada con dedo flamígero desde el poder. Una narrativa demagógica que, eso sí, ha logrado engañar a muchos.

Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1

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