Casos como el de Emilio Lozoya, en que un alto funcionario es investigado, detenido y penalizado, contribuyen a dos cosas; 1) Generan legitimidad por desempeño al gobierno que lo llama a cuentas, le dan aire fresco y le permiten presumir que su compromiso contra la corrupción va en serio; 2) Sientan un precedente sano en términos de minar la impunidad, y por tanto, la propensión a corromperse, histórica en México (no sólo durante el neoliberalismo). Sin embargo, la eficacia de esto depende de qué más haga el gobierno, pues llevar a la justicia a unos cuantos funcionarios corruptos no ha funcionado en décadas para disminuir la corrupción y afectar seriamente la impunidad imperante.

Y es que justo en eso consistía el esquema practicado por el PRI por décadas. Revisemos ese patrón: A) El nuevo gobierno anuncia que, ahora sí, se hará un combate frontal contra la corrupción “caiga quien caiga”, y se emprenderá una renovación moral de la sociedad. B) Se investiga y castiga a dos o tres exfuncionarios públicos, grandes empresarios o líderes sindicales vinculados con la corrupción. C) El presidente en turno presume que esos casos comprueban su genuino compromiso contra la corrupción, y recibe un buen monto de legitimidad por desempeño. Casos emblemáticos de ese esquema “priista” fueron Jorge Díaz Serrano con De la Madrid, el Quinazo con Salinas de Gortari, Raúl Salinas con Zedillo, y Elba Esther Gordillo con Peña Nieto. Los gobiernos panistas decidieron mejor no hacer olas, y no llamaron a cuentas a ningún “pez gordo” pese a su histórico compromiso contra la corrupción y la impunidad (Calderón lo intentó con Jorge Hank Rhon, pero no le salió).

Pero ese patrón adolecía de varios vicios, que hacían que su eficacia estructural contra la corrupción fuera prácticamente nula; 1) Se juzgaba a muy pocas personas en un mar de transas; 2) Generalmente se trataba de adversarios o enemigos del presidente en turno; 3) La ley se aplicaba con criterios más políticos que jurídicos, y de ahí también su selectividad; 4) Los aliados o funcionarios del gobierno en turno quedaban exonerados de todo cargo; 5) Se daba por hecho o se celebraba explícitamente (pero no públicamente) un pacto de impunidad entre el presidente entrante y el saliente. Ese patrón sirvió sólo para dar aire, aplausos y un margen de maniobra a los presidentes en turno, pero no combatió estructuralmente la corrupción ni la impunidad (y de ahí que esas lacras prevalezcan aún en esta bananera República).

Por ahora no hay indicios de que estemos en realidad ante una nueva pauta, aunque así lo presuma López Obrador (como lo hicieron en su momento los presidentes priístas). Rosario Robles y el duro trato que se la ha dado recuerdan el carácter vindicativo de esa lucha anticorrupción; muchos otros involucrados de alto nivel en la Estafa Maestra no son molestados; los aliados del actual régimen en cambio reciben buen trato o son exonerados de cuentas pendientes (Gordillo, Velasco, Bartlett, Lomelí). AMLO ha criticado el antiguo esquema en que se castigaba a algún funcionario alto, pero sin llegar hasta donde había que llegar. Pero hay elementos para pensar que, como antaño, AMLO celebró un pacto de impunidad con Peña Nieto (en mayo de 2018, dicen los enterados). Y varios empresarios parecen haber comprado impunidad o al menos la buena voluntad presidencial al prestarse al circo de la rifa de una imagen aeronáutica. Si de verdad el presidente busca aplicar un esquema distinto (porque “no es igual” a los otros), tendría que terminar con la protección a los suyos, aplicar la ley con criterios universales y no dar un uso político a la justicia. Hasta ahora eso no se ve con claridad.

Profesor afiliado del CIDE
@ JACre spo1

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