Costó mucho tiempo y esfuerzo restablecer la reelección legislativa en México, después de que se eliminó en 1933 junto con la reelección presidencial (de nuevo). Con lo cual quedó una “democracia” maltrecha, pues es esencial que los representantes rindan cuentas políticas hacia sus representados, y éstos puedan premiar o castigar a aquéllos mediante su reelección o remoción. El régimen priísta prefirió someter el Congreso al Ejecutivo, pues la carrera política de los priístas dependía de su partido (a su vez controlado por su Líder Nato), y no de los electores. Al final eso se logró en 2014.

Pero la semana pasada se aprobó en la Cámara Baja la respectiva ley secundaria, en medio de la pandemia donde las prioridades son (o deberían ser) otras. Los legisladores podrán buscar su reelección sin pedir licencia, lo que le dará cierta ventaja al incumbent (el titular) sobre sus contendientes, si bien limitando tiempos, recursos y divulgación en medios. No puede hacer campaña en horarios laborales, pero de hacerlo, sólo perderá el sueldo de ese día (sanción menor). El saldo de hacer campaña en lugar de trabajar podría ser muy positivo. Los obradoristas defienden la medida diciendo que así sucede en otros países. Cierto, pero en tal caso, ¿por qué no hemos re-establecido la reelección presidencial, como también ocurre en esos países? Por razones históricas.

Más grave me parece la decisión de permitir a los legisladores buscar su reelección en distritos distintos a los que originalmente fueron electos, además de que los pluris podrán ir por mayoría y viceversa. Dado que los plurinominales van en lista de partidos no debieran poder ser reelectos consecutivamente, a menos que hubiera listas abiertas donde el público elige directamente. Poder cambiar de demarcación rompe el vínculo entre representantes y representados, que justo es el sentido de la reelección; que los electores de una demarcación evalúen a su representante y lo premien re-eligiéndolo o lo castiguen removiéndolo. En cambio, podrán evadir dicha evaluación apelando a otro electorado, y no a sus originales representados, como ocurría antes de que hubiera reelección. En efecto, que no hubiera reelección no impedía que un político hiciera una larga carrera parlamentaria, pasando de diputado local a diputado federal, a senador, de nuevo a diputado federal, etcétera. Por lo que no había eso que es esencial en la democracia; que los representados evalúen y premien o castiguen políticamente a sus representantes. Es decir, un legislador de nuevo podrá evadir su responsabilidad hacia sus representados originales. Buscará por tanto quedar bien primero con su partido antes que con sus electores, justo como ocurría en el Antiguo Régimen. En esa medida, el espíritu de la reelección quedará desvirtuado.

Algo más; en 1987 el PRI aprobó una reforma en beneficio propio sin participación de la oposición; en 1990 y 1993 se realizaron otras con respaldo del PAN pero sin el PRD. En 1994, finalmente, hubo reformas por consenso y favorables a la oposición, y desde entonces todas las reformas siguieron esa pauta; un gran avance, sin duda. Ahora volvemos al viejo esquema; una reforma favorable a la coalición gobernante (pues son más sus legisladores) y sin el voto opositor. Y ocurrió sin el debate adecuado en la Cámara, mientras la atención pública está en cómo enfrentar la pandemia y la crisis económica. Cuando eso hacía el PRI, la oposición lo acusaba de mayoriteo “en lo oscurito”. Oír a los morenistas defender este madruguete recuerda a los priístas de antaño cuando hacían de las suyas. Y eso que “no somos iguales”. Quizá, pero cómo se parecen. Cambio verdadero… de siglas.

Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1

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