La hegemonía partidista implica tener el control de todas las instancias clave del Estado, lo que garantiza el triunfo electoral del partido oficial. Se controlan los otros poderes, no hay frontera clara entre gobierno y partido oficial, y de ahí que fluyan libremente recursos de uno al otro, y también se tiene el control del proceso electoral para arrojar un resultado a modo, o en su caso revertirlo artificialmente (como en 1988). De tal manera que una peculiaridad del sistema de partido hegemónico es que no hay condiciones para que se pueda registrar una alternancia pacífica del poder. El PRI dejó de ser hegemónico en 1997, pues dejó de controlar el proceso electoral, lo que se tradujo en la pérdida de la capital y de la mayoría absoluta en el la Cámara Baja.  Lo cual dejó abierta la puerta a la primera alternancia pacífica de nuestra historia, en el año 2000.

 Morena cumple pocas de las condiciones de la hegemonía partidista, pues llega al poder desde la oposición y tras 30 años de cambio democrático. En 2018 dispuso prácticamente con sus aliados (así como varios tránsfugas comprados), la mayoría calificada en la Cámara Baja, pero la perdió en 2021 (gracias al voto útil por el frente opositor). Y en el Senado tampoco tiene esa mayoría calificada. No ha logrado subordinar del todo a la Suprema Corte, el actual Tribunal Electoral recuperó la autonomía que por algunos años había decidido entregar, y desde luego el INE ha defendido su autonomía (si bien ha logrado desaparecer o subordinar a otras instituciones autónomas).

Con todo, Morena tiene gran probabilidad de ganar la presidencial en 2024, si bien no hay garantía de ello. De unificarse la oposición en torno a un candidato, éste muy bien podría ganar esa elección. Morena está pues aún lejos de convertirse en un partido hegemónico. Pese a lo cual pueden afirmarse dos cosas: A) Que Morena no sea hegemónico no significa que no lo esté intentando; pretende subordinar a los demás poderes y a las instituciones autónomas (algunas ya desaparecidas o subordinadas). Y la frontera entre partido oficial y gobierno se ha ido diluyendo poco a poco; B) El priismo, como cultura, goza de cabal salud entre cuadros y dirigentes de Morena (pues de ahí proviene la mayoría): demagogia, corrupción, uso político de la ley, defraudación electoral, manipulación, corrupción, impunidad están presentes en este partido, aunque sus millones de fans no quieran verlo.

También, a diferencia del viejo PRI, Morena no tiene institucionalización, sino que fue resultado de la fuerza personal de su fundador, López Obrador, y de él depende. De ahí que también haya alguna probabilidad de que al irse AMLO de la escena el partido sufra divisiones y resquebrajamientos, al grado incluso de desplomarse. Y es que está formado por agrupaciones con ideología diversa y confrontada. Y el clavo en que se sostiene es el hoy presidente. Y algunos suponen que, de abandonar Marcelo Ebrard al partido, y competir por otro, habrá una fractura grave que podría precipitar la derrota del hoy partido oficial (no lo creo, pero habría que ver).

En todo caso, si gana en 2024 y continúa su empeño en convertirse en partido hegemónico sería un grave retroceso democrático para el país. En cambio, de perder la elección presidencial, podría incluso venirse abajo de manera dramática. Y el país podría retomar el camino largo e inacabado de la democracia, no porque el PRI o el PAN sean particularmente democráticos, sino porque se restauraría el equilibrio de poder suficiente para continuar por esa ruta. La democracia no consiste en ser gobernada por un partido idílico e impoluto (esos no existen), sino en preservar la división del poder, los contrapesos y la vigilancia mutua entre distintos actores (partidarios y no). Es lo que está bajo amenaza, y es lo que urge proteger y fortalecer.

Analista.
@JACrespo1

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