Cuando ganó el PRI con Peña Nieto en 2012, muchos opositores señalaron que se vendría una restauración del viejo PRI, del presidencialismo imperial y la hegemonía partidista. Mi postura fue que aunque lo intentaran (lo que era casi seguro), no tendrían el poder suficiente para lograrlo, al menos no de manera contundente. Paradójicamente, Morena sí tiene ese poder, o casi, para intentar lo que el PRI no consiguió; restaurar al viejo régimen político, pero ahora bajo nuevas siglas.

Ello supone una contradicción con su larga lucha por la democratización electoral (desde que era PRD). Pero una vez en el poder, los partidos (en la medida de lo posible) optan por hacer a un lado aquello que les estorba. Y los contrapesos y garantías que tanto les sirven en la oposición, les estorban cuando son gobierno.

La democracia electoral tiende a favorecer y proteger a los partidos opositores y minoritarios, en tanto que limita y obstruye al partido gobernante. Pero aquello que beneficia a un partido cuando está en la oposición, tiende a obstruirlo o limitarlo cuando está en el gobierno. Eso es justo uno de los beneficios de la democracia. Pero por lo mismo, suele ocurrir que el esfuerzo democrático que hacen los partidos desde la oposición, se transforma en un esfuerzo por echar abajo o limitar esa misma democracia cuando se ha llegado al poder.

Morena, ahora partido oficial, se siente con el poder legislativo suficiente para cambiar la ley electoral enteramente a su favor, como lo hizo tanta veces el PRI mientras fue hegemónico. Recordemos que Morena tiene ese mismo ADN. Bajo el pretexto de aplicar también a lo electoral la austeridad (para lo cual ayudaría mucho el voto electrónico), al parecer se pretende subordinar la relativa autonomía del árbitro electoral para ponerlo bajo control presidencial. Lo que se logró desde 1996 es que el INE no dependiera del gobierno.

Es cierto, sin embargo, que sus Consejeros eran nombrados por los tres grandes partidos, por lo que muchos de ellos en realidad, más que independientes, servían los propósitos del partido que los nombraba. Pero al menos se logró cierto equilibrio entre los tres partidos más importantes. El órgano electoral dejó de ser controlado por un solo partido. Y es posible explorar fórmulas –que existen ya en otros ámbitos y países– para que dichos Consejeros no sean nombrados por los partidos, lo que les daría mayor autonomía y libertad de decisión (“ni cuotas ni cuates” es el lema).

En cambio, las propuestas de Morena apuntan a controlar el Consejo Electoral, o incluso a desaparecerlo. ¿Quién tomaría las decisiones políticas ahí, que son muchas? ¿Una sola persona o un consejo técnico? Y ya sea uno sólo o varios, ¿quién los nombraría? La Cámara de Diputados, seguramente, controlada por Morena.

Pero este gobierno lo que menos quiere son instituciones autónomas. En su visión maniquea del mundo, de buenos contra malos, si ellos no controlan dichas instituciones caerán en manos de los perversos, la mafia, los intereses oscuros. No hay otras opciones para dicha visión. No aceptan que hay puntos y personas equidistantes, comprometidos con la democracia, antes que con algún partido en concreto. De concretarse la subordinación del INE, sea mediante el control del Consejo General, o su desaparición, podríamos regresar a lo que había hace 25 o 30 años en materia de autonomía electoral, con todo lo que ello implica.

Profesor afiliado del CIDE.
@JACrespo1

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