Lo que prevalece en las sociedades actuales es la democracia representativa, en realidad una oligarquía donde un reducido número de políticos toma el grueso de las decisiones. Pese a lo cual le llamamos democracia en la medida en que en el ejercicio del poder prevalezcan equilibrios y contrapesos institucionales, de modo que no recaiga esa función en una sola persona o facción. Y otro elemento clave es que esos políticos puedan ser sujetos a rendición de cuentas políticas y penales. Pero para compensar esta oligarquía, las democracias modernas han introducido ejercicios de democracia participativa, donde la ciudadanía puede tomar algunas decisiones trascendentes. Suelen ser pocas aquellas en que se involucra a los ciudadanos, a nivel nacional, si bien en algunos países son varios los temas que se someten a nivel local (alcaldía y estados) a la ciudanía.

Hay sin embargo varias limitantes; hay temas que por su esencia no pueden someterse a consulta popular, como el presupuesto, los impuestos, los derechos individuales o de minorías, y asuntos electorales (más allá de la propia elección). Pero también hay temas sumamente técnicos, cuyos intríngulis son conocidos sólo por expertos, por lo que de someterse a todos los ciudadanos, éstos probablemente tomarían su decisión a partir del desconocimiento, los prejuicios o razones políticas e ideológicas más que técnicas. Sin embargo, algunos temas de este tipo llegan a someterse a los ciudadanos, con los riesgos consecuentes de que se tome una decisión técnicamente inadecuada. Las consultas deben hacerse además con un criterio universal y bajo condiciones de una elección constitucional. Las consultas que no respetan estas directrices, más que democráticas se turnan demagógicas. El uso manipulado y faccioso de las consultas para legitimar decisiones tomadas de ante mano por la élite en el poder.

En México varias entidades han incluido las figuras de participación directa, plebiscitos o consultas, si bien se han aplicado muy poco. A nivel federal la figura es más reciente. Parte del discurso de Amlo ha sido siempre consultar al pueblo, que por ser sabio difícilmente se equivocará en sus decisiones. Pero en realidad, no lo ha hecho a partir de los criterios racionales en que deban aplicarse. La consulta emblemática fue la del aeropuerto internacional de Texcoco. Varias firmas internacionales habían recomendado que el aeropuerto se quedara ahí y no en Santa Lucía, donde incluso preveían problemas de operación. Las encuestas representativas señalaban que una clara mayoría estaba por Texcoco. En cambio, la consulta “oficial”, se celebró fuera de la Constitución y manejada no por el INE, sino por Morena, con sólo 1000 casillas (de 150 mil que operan en las elecciones federales) y con boletas sólo para el 2 % de la población. Varias irregularidades fueron denunciadas. Hubo después otros ejercicios de ese talante sobre el Tren Maya (tras consultar a la Madre Tierra), y la refinería de Dos Bocas, o para cerrar una cervecería a medio hacer en Mexicali. Hubo otras también “a mano alzada”, tanto para echar abajo un proyecto de transporte en Durango y Coahuila como sobre el tren transístmico, en Juchitán ¿Fueron consultas democráticas? No, fueron consultas demagógicas.

El ejercicio relativo a aclarar decisiones públicas de políticos del pasado (no sólo corrupción), cumple la representatividad e institucionalidad requeridas, pero implica una aberración legal; en un Estado de Derecho moderno la ejecución de la ley no se somete a la voluntad ciudadana. De ganar el SÍ (previsible), ¿qué temas serán abiertos de los miles que abarca la consulta? ¿Por qué unos sí y otros no? Podrían caber casos de este gobierno, no sólo de los anteriores. ¿Quién lo decidirá? Se trata pues de una aberración que la Suprema Corte debió echar abajo, pero por temor al presidente la avalaron en contra de su función esencial; cuidar el Estado de Derecho.