Lo que podría llamarse la “ley de hierro de los partidos” implica que éstos, cuando están en la oposición, defienden y pugnan por la democracia, pues ésta les beneficia, pues garantiza que se les respete sus derechos básicos (incluyendo su misma existencia), y mantiene la puerta abierta de acceso al poder. En cambio, esos mismos partidos cuando forman gobierno, ven con recelo la misma dinámica democrática (pese a mantener su exaltación en el discurso), pues les pone límites, genera contrapesos, y ayuda a sus opositores. De ahí que sea frecuente ver a partidos empeñados en la democratización cuando son opositores, y desmontar tantos contrapesos como pueden desde el poder. Para los partidos, la democracia es un medio para acceder al poder, pero no un fin en sí mismo. Y sabemos que la democracia no termina por funcionar adecuadamente si sus protagonistas (los partidos, políticos pero también ciudadanos) no tienen un compromiso claro con la democracia.

Cuando los partidos se ajustan a las reglas democráticas normalmente se debe a que no pueden hacer otra cosa, no es tanto porque tengan un espíritu genuinamente democrático. De ahí que las democracias exigen un mínimo de equilibrio de poder entre las diversas fuerzas políticas; es justo cuando una de ellas predomina claramente, que entra en riesgo el arreglo democrático.

En México hemos visto que los partidos se comportan democrático o no según les conviene, o bien orillados por las circunstancias. El PRI, al ir disminuyendo su legitimidad, se vio obligado a ir abriendo el sistema político, hasta poner en riesgo su hegemonía, y su poder. Pero cuando puede, incurre de nuevo en atropellos a la democracia (como claramente ocurrió en 2012, y en Edomex, en 2017). Y otros partidos, así naveguen con la bandera democrática, cuando desde el poder ésta no les conviene, atentan contra ella. Lo vimos con el PAN, tanto con el desafuero a López Obrador en 2005, como la falta de transparencia electoral en 2006; aquello que exigía desde la oposición (voto por voto), lo obstruyó desde el poder.

Actualmente entre los dos grandes bandos producto de la polarización, no hay debate racional y sensato, sino acusaciones mutuas, con o sin fundamento, y el intercambio de ideas (e insultos). Es más un diálogo de sordos que un debate civilizado. Parte de ese pleito consiste en que cada bando descalifica como antidemócrata al contrario, a veces con algún sustento, pero no siempre. Respecto a Amlo y sus seguidores, muchos analistas temían que desde el poder no sería propiamente un demócrata a partir de la descalificación que hacía de “sus” instituciones (las de la mafia), y que no aceptaba los resultados de la democracia cuando no le favorecían. Decían que de contar con amplias mayorías legislativas – como las obtuvo -, las usaría para minar en lo posible los contrapesos democráticos, favorecer desde el poder a su partido y subordinar a las instituciones autónomas y órganos de control público. ¿Qué tanto dicha prospección se ha cumplido? Pues en buena parte, cuando vemos cómo casi todos los cargos para otros poderes (la Corte), instituciones autónomas y órganos de control son gente cercana y leal al presidente, ya ni si quiera bajo las cuotas de partido (pues con la mayoría que dispone Amlo no es necesario repartir el pastel entre varios). Todo lo cual mina la autonomía y los contrapesos de la democracia. Con el INE el Comité Técnico Evaluador representó un freno, pues hacerlo a un lado hubiera generado un elevado costo político. Y se ha denunciado cómo los programas sociales están emparentados con el partido oficial, y podrán ser utilizados electoralmente (una investigación recomendable sobre ello es el de Rafael Hernández Estrada, Servidores de la Nación, 2019).

Del otro lado, el obradorismo acusa a sus adversarios de antidemócratas y golpistas. Sin duda hay sectores radicales que expresan su deseo de que Amlo salga del poder cuanto antes y como sea. Pero el obradorismo mete en ese mismo costal a todos sus críticos, disidentes y opositores. En esa óptica son antidemócratas por el sólo hecho de oponerse a los proyectos liberadores y justos de Amlo, golpistas blandos que preparan el terreno para un golpe duro. Pero varias expresiones y estrategias de críticos y opositores están contemplados en las reglas y prácticas mismas de la democracia. Así por ejemplo, lo que antes era propio de la libre expresión (“Fuera Peña”) ahora es una clara expresión de golpismo (“Fuera Amlo”). El problema con todo esto es que se genera un círculo vicioso según el cual, cuando una fuerza política considera que su rival se pasa por encima las reglas democráticas, se siente facultado para hacerlo también. En varias experiencias históricas, esa dinámica ha terminado por desvirtuar o eliminar el experimento democrático.

Profesor afiliado del CIDE.  
@JACrespo1 

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