Una de las principales obligaciones de todo gobierno es el hacer prevalecer un orden que permita el desarrollo armónico de todos los integrantes de la comunidad. Dicha obligación descansa en el principio de imparcialidad que se consagra en la propia Constitución y es aquel en virtud del cual el gobernante debe desplegar su actuación sin sesgos que impliquen el otorgamiento de ventajas o desventajas a los gobernados según sus preferencias, pensamiento o grupos sociales. En tal sentido, la función gubernativa debe ser realizada sin preferencias o inclinaciones que quebranten la neutralidad administrativa, funcional y desde luego electoral a la que está obligada el conjunto de servidores públicos, independientemente de su origen partidista.

La imparcialidad, amén de ser una obligación en cualquier sistema democrático contemporáneo, implica una virtud de la buena gestión que eleva la calidad del proceso de gestión de los bienes públicos, que a su vez se traduce en armonía, paz social y legitimidad. Ahora bien, si además de la imparcialidad, el gobernante imprime en su actuar mecanismos de diálogo, debate y consenso, es previsible que el resultado sea un incremento en las capacidades de enfrentar y resolver las necesidades y la problemática de la sociedad. Una de las consecuencias de dicha amplificación de márgenes de acción conlleva a su vez el fortalecimiento de la gobernabilidad y la gobernanza. Lo anterior aumenta la satisfacción de los gobernados y genera mecanismos para inhibir riesgos de desgobierno, que siempre están presentes en los sistemas democráticos, derivados del sistema de competencia y contienda.

En la actualidad, derivado del hecho del descuido de deberes elementales del gobierno, que no solamente tienen que ver con el desprecio al diálogo democrático y a la nula gestión del consenso social sino con la desatención de problemas y fenómenos que retan de manera directa al gobernante, vivimos en un entorno de riesgos muy acentuados en materia de conservación del orden público, el estado de derecho y la paz social.

A la par en que este sexenio se consolida como el de mayor número de homicidios dolosos, desapariciones, feminicidios y extorsiones, el desdén del titular del Poder Ejecutivo por consolidar una gobernabilidad frente al fin de su sexenio es cada vez mayor.

Ahora vemos que quien debería ser el encargado de garantizar un entorno de seguridad y paz, no solamente soslaya la penetración violenta de los grupos criminales prácticamente en todo el territorio nacional, sino que ha decidido de manera abierta ubicarse no como jefe del estado o servidor público caracterizado por obligaciones constitucionales, sino como jefe de facción, cabeza de partido.

Al hacer campaña por su partido y sus cuadros, el presidente López Obrador traiciona sus más importantes banderas en su trayectoria política, también sacrifica su atención a la cada vez más grave problemática en materia de seguridad y justicia, pero también en las asignaturas de salud, educación, combate a la corrupción, garantía del régimen de libertades, desarrollo social, cuidado del medio ambiente, protección a grupos vulnerables, entre muchas otras.

El panorama que se cierne sobre el país, ante la conducta contumaz del Presidente (ya ha sido inscrito por orden judicial en el listado de violadores de la ley electoral), representa una preocupación sobre el presente y el futuro de nuestro país.

En el Grupo Parlamentario del Partido Acción Nacional, seguiremos trabajando en la generación de propuestas e ideas que puedan servir para encontrar solución a los ingentes problemas que viven las familias de nuestro país. Igualmente seguiremos señalando las desviaciones y vulneraciones que desde el ejecutivo se acometen cotidianamente hacia el orden republicano.

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