Hay decisiones de gobierno que no sólo definen una administración, sino que su impacto deja huella en la vida cotidiana de millones de personas. La reciente aprobación de la Ley General de Aguas por parte del oficialismo es una de ellas. No estamos ante un trámite legislativo más; estamos frente a un cambio profundo que inicia la extinción de la propiedad privada en México.

Lo digo con claridad: esta ley abre la puerta a un modelo de control que concentra desde el Estado decisiones que afectan cada pozo, cada parcela, cada industria y cada hogar. Morena ha querido vestir esta iniciativa con un discurso de justicia hídrica, pero en los hechos lo que aprobaron es un mecanismo que reduce la autonomía de los estados y elimina la certeza jurídica de quienes dependen del agua todos los días y producen lo que consumimos.

Y lo más delicado es que lo hacen sin sustento técnico y sin presupuesto. Sin escuchar a los directamente interesados, con prisas y con soberbia. La propia propuesta reconoce que la Conagua no cuenta con personal suficiente ni recursos materiales para asumir el nuevo diseño. Aun así, le entregan el control total. Es cargarle en la espalda responsabilidades a una institución que ya hoy no puede atender lo que tiene enfrente.

Cuando se habla de agua, no hablamos de un asunto abstracto. Hablamos de productores que han cuidado sus pozos durante generaciones, de familias que heredaron derechos que hoy forman parte de su patrimonio, de industrias que planifican inversiones a diez o veinte años, y de municipios que cada día se enfrentan a redes viejas, fugas y desabasto. Convertir todo esto en un permiso renovable y discrecional, administrado desde un cubículo en la Ciudad de México, es desconocer por completo la realidad del país y una irresponsabilidad fatal.

Lo que Morena aprobó, además, elimina la posibilidad de transmitir derechos del agua de manera directa. Antes, estos derechos podían heredarse, venderse o ajustarse conforme a la actividad agrícola. Ahora, las concesiones dejan de ser patrimonio y se transforman en permisos vulnerables, condicionados, frágiles. Con esta decisión, más de dos millones de productores agrícolas pierden la seguridad que, durante décadas, les permitió sostener su actividad y planear a futuro.

No sólo se trata de un golpe económico; se trata de una cancelación silenciosa del esfuerzo de miles de familias que hicieron del campo su forma de vida. Si un productor vende su rancho o fallece, el derecho al agua ya no pasa automáticamente a los hijos o al comprador. Tendrán que pedir un nuevo título y esperar la voluntad de la autoridad para saber si podrán seguir usando el mismo pozo de siempre. Así de simple. Así de riesgoso. Así de un plumazo se le quita el valor a la tierra.

A esto se suma un elemento todavía más inquietante: la facultad del gobierno federal para reasignar agua en apenas veinte días. Sin análisis técnico previo, sin garantías, sin compensación. Una comunidad puede perder su suministro histórico por una decisión tomada en un escritorio lejano, sin considerar el impacto social o productivo. Y lo mismo puede ocurrir con un municipio, una empresa o un sistema agrícola completo.

En lugar de corregir estos errores, Morena optó por maquillar el dictamen mediante reservas que no cambian lo sustancial. Es un intento de suavizar la percepción pública sin corregir la raíz del problema. Se agregaron frases, se ajustaron redacciones, pero en lo esencial todo permanece igual: discrecionalidad, centralización, incertidumbre y penalización al campo.

Hoy vemos un país donde agricultores, ganaderos, transportistas y distintos sectores se están movilizando no porque alguien los convoque, sino porque ya no pueden con la inseguridad, la falta de apoyo y la ausencia de futuro. El gobierno insiste en buscar culpables donde no los hay, cuando lo que existe es un malestar profundo que no se resuelve con discursos. El agua, como tantas otras cosas, se está convirtiendo en una línea más de esa inconformidad creciente.

Morena insiste en que esta ley “garantiza agua para todos”. Pero ¿de dónde saldrá esa agua si no se invierte en infraestructura? ¿Cómo se garantizará cuando no hay metas técnicas, ni sistemas modernos, ni fondos multianuales para reparar redes y fugas? ¿Qué certeza puede haber cuando las decisiones dependen de criterios que cambian según la coyuntura política?

Mientras el discurso presume justicia, la realidad es que la ley obliga a municipios sin recursos a cumplir nuevas cargas administrativas; impone sistemas de captación de lluvia sin considerar zonas donde simplemente no es viable; incrementa trámites sin presupuesto para agilizar nada; y amplía penas de cárcel que terminan criminalizando a quienes producen los alimentos del país

Frente a todo esto, en Acción Nacional hemos presentado un camino diferente: un modelo que respete derechos adquiridos, que fortalezca a los Consejos de Cuenca, que distribuya decisiones con criterios técnicos y no políticos, que impulse un Fondo Nacional de Infraestructura real, que apoye al campo y no lo persiga, que transparente cada reasignación y que coloque al ciudadano —no al gobierno— en el centro de la política hídrica.

Porque el agua no debe administrarse como un recurso de control, sino como un derecho humano que requiere profesionalismo, información, inversión y sensibilidad hacia las realidades locales.

Lo que se aprobó pone en riesgo la libertad de cada familia de vivir sin miedo a perder el acceso al agua; es la capacidad de cada productor de heredar su patrimonio; es la seguridad de cada municipio para planear su futuro; y es la certeza de que, en México, las reglas cambian al capricho del poder.

Defender el derecho agua es defender la vida. Defenderla de la discrecionalidad, de la improvisación y de cualquier intento de convertirla en herramienta de control político.

Presidente de Acción Nacional

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