El 25 de diciembre no suele exigir grandes reflexiones. El propio calendario sugiere una tregua. No se trata de una suspensión de la realidad, porque eso nunca ocurre, sino de una pausa breve en la que el ritmo baja y el tiempo parece avanzar con menos urgencia. Es un día que invita, casi sin decirlo, a mirar con calma.
Esa pausa se percibe primero en las ciudades. Las mañanas son más silenciosas, el tráfico disminuye, las prisas se diluyen un poco. Hay personas caminando con encargos sencillos, con comida preparada, con pequeños compromisos domésticos. Pero, al mismo tiempo, la vida continúa sin ceremonias. Hay comercios abiertos, turnos cumplidos, trabajos que no admiten calendario festivo. La Navidad, conviene decirlo sin dramatismo, nunca se vive de la misma manera para todos.
Ese contraste revela algo esencial. Una parte de la sociedad descansa porque otra mantiene en funcionamiento lo indispensable. Hospitales, servicios de emergencia, transporte, limpieza, seguridad. No es una denuncia ni un reclamo. Es un hecho que explica cómo se sostiene la vida colectiva, incluso en los días que asociamos con celebración. El descanso de unos depende del trabajo silencioso de otros.
Para quienes convivimos cotidianamente con conflictos humanos, esa continuidad resulta evidente. El 25 de diciembre no atenúa un problema legal ni vuelve más ligero un expediente. Las personas no dejan de sufrir por la fecha, ni las decisiones pendientes desaparecen por unas horas. La realidad sigue su curso. A lo sumo, adopta un tono más bajo, menos estridente, pero igual de presente.
Precisamente por eso, este día puede servir para volver a lo elemental. No a los discursos largos ni a las promesas solemnes, sino a lo básico. Tratar con decencia. Reconocer que el otro, incluso cuando incomoda o discrepa, sigue siendo persona. La decencia no implica coincidencia ni renuncia a la crítica. Implica algo más simple y más exigente. No añadir crueldad innecesaria. No abusar del poder. No convertir cada diferencia en una confrontación inevitable.
Desde el ámbito jurídico, esta fecha recuerda una idea que debería ser constante. Detrás de cualquier categoría hay personas. Víctimas, imputados, testigos, operadores del sistema, familiares. Personas con historias que no caben del todo en un expediente. El derecho, por necesidad, simplifica. La vida no. Cuando se pierde de vista esa diferencia, el sistema corre el riesgo de volverse frío y distante.
Nada de esto implica romantizar la realidad. Hay conductas graves y daños que exigen respuesta. La ley existe porque no todo se resuelve con buena voluntad. Pero incluso cuando hay sanción, el trato digno, la motivación de las decisiones y el respeto a los límites del poder no son concesiones, sino obligaciones. Recordarlo hoy resulta pertinente, aunque sea sin solemnidad.
Tal vez ese sea el mejor uso del 25 de diciembre. Agradecer a quien trabaja. Evitar la palabra que hiere. Cuidarse y cuidar a otros. Y, si no es posible hacer más, al menos no hacer daño. No resolverá los grandes problemas del país, pero tampoco es irrelevante. Las sociedades se sostienen, en buena medida, en hábitos cotidianos.
El 25 de diciembre es, al final, una pausa imperfecta. Breve y a veces incómoda. Pero útil. Sirve para reconocer cansancio, para agradecer lo que permanece y para recordar, sin épica ni alardes, que vivir con menos prisa y con más respeto sigue siendo una buena idea. Nada extraordinario. Sólo eso.
Abogado penalista. jnaderk@naderabogados.com

