Es lamentable pero cierto: México figura entre los países más inseguros a nivel mundial. Esta no es una afirmación subjetiva. Todas las estadísticas, todos los datos, todos los análisis son coincidentes. Incluso, las mediciones más optimistas, como la que recientemente publicó el INEGI, reflejan que 6 de cada 10 personas consideran que su ciudad es insegura; un número todavía muy alto si se compara con los reportes sobre incidencia delictiva que arrojan cifras de hasta 94.8% de impunidad y en realidad demuestran que la percepción de seguridad no refleja la realidad de un sistema carente de las herramientas y capacidades suficientes para prevenir el delito y perseguir eficazmente a los delincuentes. Y aunque es verdad —soy el primero en reconocerlo— que todos nuestros gobiernos han intentado enfrentar la criminalidad, cada uno con diferentes estrategias, frente a los resultados innegablemente malos, el futuro que nos presenta el horizonte no es nada halagüeño.

Si acudimos al simple pero certero argumento de que no se consiguen resultados diferentes aplicando los mismos criterios, es ilusorio asumir que nuestra crisis de inseguridad terminará si reeditamos una guerra contra la delincuencia organizada o perpetuamos la claudicación institucional que ha provocado ingobernabilidad en buena parte de nuestro territorio. No se puede pensar en que las cosas mejorarán si se sigue abandonando a las policías municipales y estatales, nota que nos caracteriza a partir de 1994, en que se creó el malogrado Sistema Nacional de Seguridad Pública, y que se ha prolongado hasta estos tiempos con la vana esperanza de la militarización, más presente hoy que ayer. Es incluso insensato creer que se reconstruirá el tejido social con llamados a la corrección pero sin generar incentivos reales de desarrollo y prosperidad en todos los sentidos, que en muchas ocasiones son dados a las comunidades por una delincuencia fuertemente armada que actúa a la vista de todos. Mientras Claudia Sheimbaum no se deslinde de la estrategia de seguridad seguida en este sexenio, mientras Xóchitl Gálvez no repudie explícitamente el método aplicado en el pasado, mientras ambas y Jorge Álvarez no asuman que la seguridad pública no tiene tintes partidistas, seguiremos en la locura de pretender resultados distintos haciendo lo mismo.

Para planificar un futuro posible —ojalá no se olvide por quienes aspiran a gobernarnos—, es esencial contar con un entorno seguro. Un Estado que no garantiza la seguridad, falla en su función primordial de impulsar el progreso social; fomenta la impunidad, limita el acceso a oportunidades, aumenta la brecha entre los diferentes sectores de la sociedad y debilita el Estado de Derecho. La inseguridad, ojalá tampoco se olvide, asimismo tiene impacto directo en la salud pública y en la calidad de vida de las personas, pues el temor constante a ser víctima de delitos erosiona la salud mental y emocional, y reduce el bienestar en general. Así entonces, la prevención de los delitos y el combate a la criminalidad, bajo criterios sostenibles y estrategias innovadoras y de avanzada, debe ser La Prioridad en la agenda de nuestros futuros gobernantes, si realmente aspiran a un futuro promisorio para México.

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