Motivado por evidente enojo, el presidente López Obrador anunció su deseo de abandonar la prerrogativa de nombrar a los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que sea mediante elecciones abiertas que sean designados. Por su parte, legisladores notables del oficialismo han secundado sumisamente la idea y llamado a una lejana consulta popular. Lo que llama la atención —o tal vez no tanto—, es que los candidatos de Morena a suceder al Presidente no se hayan manifestado en cualquier sentido, pues son ellos los que, de llegar al poder, ya no podrán nombrar a los ministros de la Corte a través del cómodo procedimiento actual…. claro está, siempre y cuando previamente —y ya en sus tiempos— se modifique la Constitución a tales fines.

Según el texto Constitucional vigente, la designación de ministros de la Corte se realiza mediante un sencillo procedimiento: el Presidente envía una terna al Senado y éste formaliza la designación de uno, por votación calificada. ¿Cómo se forma la terna? Como el Presidente quiera, con absoluta discrecionalidad. ¿Cómo se vota? Como el presidente ordene, la verdad. ¿Qué riesgos hay? Que no quede el favorito del Presidente, pero sí cualquiera de los otros dos que él mismo seleccionó al incluirlos en la terna. En resumen, desde 1917 el Presidente de la República designa a su gusto a los ministros de la Corte. Otra cosa es que luego no le sean “leales” desde su punto de vista político, que no jurídico, de lo cual, por cierto, se ha quejado insistentemente el presidente López Obrador. La única ventaja del actual sistema es que casi siempre, incluso actualmente, hemos tenido ministros dignísimos que han sabido defender la Constitución con independencia, autonomía y valor, lo cual no es poca cosa en este y anteriores sexenios. Pero son los resultados y no las intenciones presidenciales los que lo han permitido.

Lo que plantea el Presidente y sus incondicionales es que en adelante los ministros sean electos por voto popular, como si se tratara de legisladores o gobernantes. ¿Cómo se establecerían las candidaturas? Como los partidos políticos quisieran. ¿Cómo se votaría? En elecciones muy costosas y sujetas, como cualquier proceso electoral, a imponderables fuera del control de los jugadores. ¿Qué riesgos habría? Tendríamos ministros abiertamente comprometidos con sus patrocinadores políticos por encima de la Constitución, por lo cual serían jueces de convicciones ajenas y no de derechos humanos. Y aunque es cierto que con una ley que estableciera requisitos de elegibilidad que garantizaran una contienda entre los mejores perfiles, sí que podrían llegar ministros independientes y autónomos, en tal caso gastaríamos mucho dinero para cambiar y, con suerte, quedar igual.

Al presidente López Obrador ya no le dará tiempo de nombrar a otro ministro. Si se empecina en cambiar el método, consigue mayoría calificada en 2024 y su sucesor lo obedece —esto último es lo más difícil—, quien presida el Poder Ejecutivo a partir del próximo sexenio habrá perdido en su perjuicio la potestad de nombrar a los integrantes de la Corte. Queda la pregunta de si realmente se busca lo que se proclama. Personalmente, dudo de ello.

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