Hace más de 2,500 años, Aristóteles explicó que el autor de todo acto ilícito lo realiza con la creencia de lograr alguna de tres posibilidades: que no será descubierto; que, de ser descubierto, podrá evitar el castigo más o menos fácilmente; y que, de no lograrlo, los beneficios obtenidos por el delito serán mayores al castigo. Dicho en otras palabras: en la idea de impunidad; ese cáncer que corroe a la sociedad y evita que los seres humanos desarrollen todas sus potencialidades.

De esas creencias, vigentes en nuestros días, me parece que la segunda es la peor: que los delincuentes tengan la confianza de que, aún siendo descubiertos, evadirán el castigo, pues ello lleva al cinismo, y también destruye la esperanza de paz y justicia porque, al mismo tiempo, paradójicamente, las víctimas tienen la misma idea: que sus agresores no serán castigados.

Desde luego, la “mejor” forma de reafirmar esa certeza criminal es la corrupción: lograr, a través de dinero, influencias, amenazas y otras prácticas, que las autoridades no hagan su trabajo o lo hagan mal, de castigar rápida y eficazmente a los delincuentes. Eso explica, por ejemplo, que una persona se anime a matar a otra dentro de un restaurante de lujo a plena luz del día. Más allá de los móviles —injustificables a todas luces—, ¿qué pudo tener en su mente el asesino al momento de disparar el arma que portaba? No tuvo ningún empacho en saber que sería visto, descubierto. Pero seguramente albergó la certeza —y quizás todavía la tenga— de que no será castigado; que de alguna manera logrará que las autoridades terminen por liberarlo.

Pero no sólo la corrupción lleva al cinismo de impunidad. También la apatía, la inacción, la falta de estrategia, la tolerancia de las autoridades frente a la criminalidad. Eso explica que un conocido y peligroso delincuente decida entrar a una Iglesia a matar a mansalva a tres personas; que comandos bien armados paseen tranquilamente por las calles de muchos municipios y se atrevan a subir videos de sus actividades a redes sociales; que comunidades enteras sean desplazadas de sus hogares, y otras roben y vendan gasolina; que la extorsión por “derecho de piso” se haya convertido en práctica corriente en agravio de comerciantes y empresarios de todos tamaños; que grupos numerosos puedan linchar, cerrar carreteras, cobrar peaje, destruir, “secuestrar” camiones, corretear militares, o realizar toda suerte de desmanes a la vista de todos… en fin, que la nota roja relate el hecho y termine por informar que los responsables huyeron o no fueron identificados.

Lamentablemente México atraviesa la peor crisis de impunidad en su historia moderna. Desde hace varios sexenios ha sido reprobado en todas las mediciones sobre capacidad de combatir la corrupción, fortalecimiento institucional, incidencia delictiva y, lo más grave, en ineficacia para perseguir y sancionar los delitos. Aunque hay aciertos —por lo cual en combate a la corrupción estamos sólo mejor que Venezuela, Guatemala y Bolivia—, no son suficientes ni responden a una política criminal bien planeada e instrumentada. Ojalá algún día dejemos de ser vistos como un país cada vez más corrupto en el que la impunidad campea tranquilamente. Es una tarea de todos, cuya solución empieza por entender bien las palabras que nos regaló hace tantos años el sabio griego.

Abogado penalista.
@JorgeNaderK

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