La corrupción empieza a ceder cuando el Estado demuestra, con hechos visibles, que puede completar una secuencia que durante años quedó inconclusa. Investigar con inteligencia, acreditar con pruebas sólidas y sancionar con efectos reales que se reflejen también en el patrimonio. Cuando esa cadena se cierra, algo cambia en la percepción colectiva; la legalidad deja de ser una expectativa estridente y se vuelve una experiencia concreta de gobierno.
La Fiscalía General de la República se encuentra hoy ante esa responsabilidad. Bajo la conducción de Ernestina Godoy, existe la oportunidad de consolidar una visión en la que la persecución de la corrupción se asuma como una política pública sostenida, con objetivos claros y resultados medibles. En un país donde la corrupción ha condicionado decisiones presupuestales y erosionado la confianza ciudadana, una persecución penal eficaz se convierte en un ancla de gobernabilidad, porque si las instituciones actúan con coherencia, la sociedad lo percibe y ajusta sus expectativas.
Todo inicia con una decisión estratégica. No todas las conductas corruptas generan el mismo daño ni exigen la misma respuesta. Hay redes que capturan recursos públicos completos, influyen en decisiones administrativas clave y se reproducen con independencia de los cambios de administración. Dirigir la acción penal hacia esos núcleos requiere técnica y visión de largo plazo. Priorizar por impacto envía un mensaje claro hacia dentro y hacia fuera.
Definida la prioridad, el método de investigación se vuelve determinante. La corrupción rara vez se prueba de manera directa. Se reconstruye siguiendo flujos financieros, analizando contratación pública, entendiendo procesos administrativos y articulando responsabilidades. En el sistema acusatorio, cada acto de investigación debe concebirse desde su origen con un destino preciso en la audiencia y en el juicio. Cuando la investigación tiene lógica, el caso respira solidez; si no la tiene, el expediente crece y la confianza se reduce.
Ese camino sólo es viable si se respeta una condición esencial. La legalidad no compite con la eficacia, la hace posible. Investigar con apego a derechos, sin fabricar culpables y sin sustituir la prueba por presión procesal, es lo que permite que los casos se mantengan firmes en tribunales. Cada asunto que se sostiene refuerza la idea poderosa de que la ley sí funciona cuando se aplica con rigor.
El combate sería incompleto sin consecuencias patrimoniales claras. Si no se recuperan activos, la corrupción conserva su racionalidad económica. Aseguramientos oportunos, decomisos, reparación del daño y la reconstrucción de procesos administrativos bajo parámetros de legalidad modifican los incentivos. Cuando el beneficio ilícito desaparece, el cálculo cambia; y si cambia, la conducta empieza a retraerse.
Nada de esto se sostiene sin integridad interna. La fiscalía encargada de combatir la corrupción debe aplicar hacia adentro los mismos estándares que exige hacia afuera. Controles efectivos, auditorías constantes, rotación inteligente de equipos y mecanismos de denuncia protegidos generan una señal inequívoca.
Finalmente, la autonomía se fortalece cuando se acompaña de rendición de cuentas. Métricas claras sobre investigaciones, judicializaciones, sentencias y recuperación patrimonial permiten evaluar el desempeño con seriedad.
Cuando el Estado demuestra que sabe investigar, probar y sancionar, mucho se acomoda en la vida pública. La gente entiende que las reglas van en serio y la conducta empieza a cambiar. La FGR tiene hoy la posibilidad de marcar ese punto de inflexión con una persecución penal anticorrupción firme y confiable. Si lo consigue, la impunidad dejará de ser una costumbre y las instituciones volverán a hacer lo que les corresponde.

