Hay debates que no se ganan con estadísticas ni con tecnicismos porque nacen en el territorio más profundo del sufrimiento humano. La discusión sobre la eutanasia pertenece a ese espacio. Se activa cuando la vida duele más que la muerte, cuando el cuerpo se convierte en territorio de batalla y la persona, lúcida y agotada, simplemente pide que se respete su voluntad de dejar de sufrir.

En México, ese sufrimiento se encuentra con una pared legal. La eutanasia activa sigue prohibida y el suicidio asistido se castiga como delito, aun cuando la solicitud provenga de un paciente plenamente consciente y en agonía irreversible. Al mismo tiempo, convivimos con leyes de voluntad anticipada que reconocen el derecho a rechazar tratamientos que prolongan artificialmente la vida. Es decir, aceptamos que alguien pueda decidir cómo no quiere vivir, pero seguimos sin permitir que decida cómo quiere morir.

Esa contradicción se vuelve más clara cuando miramos lo que ocurre en otros países. España, Canadá, Colombia, Bélgica y Países Bajos han construido modelos regulados, estrictos y profundamente humanos para quienes atraviesan enfermedades incurables y dolorosas. No son países que “promuevan la muerte”; son países que entienden que la dignidad no se cancela cuando inicia la agonía. La experiencia comparada muestra que con procedimientos rigurosos —solicitudes reiteradas, evaluación médica independiente, comités de revisión y salvaguardas para proteger a los vulnerables— la eutanasia no solo es posible, sino justa y segura.

Mientras tanto, en México seguimos discutiendo desde el temor o desde convicciones morales que, siendo respetables, no pueden imponerse a toda la sociedad. Como señala el propio marco constitucional, vivimos en un Estado laico. Ello implica que las creencias religiosas pueden guiar decisiones personales, pero no pueden definir obligaciones para quienes piensan distinto. Nadie estaría obligado a solicitar la eutanasia; nadie estaría obligado a practicarla. Pero quienes la necesitan y la desean deberían tener la posibilidad legal de acceder a ella.

Cuando se escucha la voz de quienes han luchado por este derecho en otras latitudes, la discusión adquiere otro peso. El caso de Ramón Sampedro en España, el de Ovidio González y Martha Sepúlveda en Colombia, o tantos otros que han enfrentado sufrimientos indecibles, nos recuerdan que la eutanasia no está hecha de teoría jurídica; está hecha de seres humanos que piden que se les devuelva el control sobre su propio final. Historias así nos obligan a preguntarnos si la compasión debe seguir siendo un delito.

Regular la eutanasia no significa renunciar al valor de la vida. Significa reconocer que hay vidas que se transforman en dolor puro y duro y que, en esos casos, la libertad debe permitir elegir otro camino. Un camino que evite la clandestinidad, que proteja a los vulnerables, que respete a los médicos objetores y que ponga en el centro a la persona que sufre.

México tiene pendiente ese debate. Y mientras lo aplaza, miles de personas enfrentan cada año una agonía que podría ser distinta. Porque llega un momento en que la vida ya no se sostiene por la esperanza, sino por la inercia. Y es ahí, precisamente ahí, cuando debemos recordar que ninguna ley debería obligar a alguien a vivir cuando la vida duele más que la muerte.

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