Pasado mañana se cumplen 500 años de la batalla conocida como de la noche triste, en donde los mexicas lograron expulsar al ejército español de su territorio, reconocida como la ciudad-estado más poderosa y esplendorosa de toda Mesoamérica, la gran Tenochtitlan, que al día de hoy debería de abarcar geográficamente lo que conocemos como la alcaldía Cuauhtémoc, en el centro de la CDMX.

Fue la primera y única batalla en la que salieron victoriosos los guerreros de Cuitláhuac, frente al ejército de Hernando Cortés. Los desencuentros militares posteriores fueron ampliamente ganados por los soldados hispanos, hasta la caída final de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, fecha en la que nació formalmente una nueva colonia para la corona española que fue por cierto muy generosa y próspera para consolidar su hegemonía europea: La Nueva España.

Tres siglos después se convertiría en el México, independiente y soberano que se ha construido en diferentes etapas con diversas circunstancias, pero con una característica que es ejemplo y, supongo, orgullo de nuestra identidad nacional por medio del mestizaje que dio inicio cuando se fusionaron dos mundos, dos culturas y dos tiempos en una comunidad. Así que no hubo vencidos ni vencedores al final, sino el inicio de un nuevo momento para una nueva sociedad que tardó más de 300 años en emanciparse de los excesos y abusos de los que era objeto bajo las reglas y tradiciones de la Colonia y la Santa Inquisición. La cruz para evangelizar y la espada para someter, explotar y cobrar impuestos.

Comúnmente se relaciona la noche triste con la historia que relata el llanto de Cortés frente a un árbol en la presencia de algunos de sus más cercanos capitanes después de haber perdido varios hombres, armamento, caballos y sobre todo el oro que habían logrado hacer suyo del tesoro de Moctezuma.

Sea o no verídico este suceso, fue triste para ambas partes porque cambió para siempre el curso de la historia, en el caso de los locales, inició su extinción como poder hegemónico, con la futura pérdida de su ciudad, lengua, organización social e instituciones, reglas, creencias, usos, costumbres y algunas tradiciones. Más aún, los hicieron súbditos y extraños en su propia tierra, con todos los agravios e injusticias que han sufrido por tantos años.

Una guerra que creo pudo ser evitada por Cortés, pero que finalmente decidió llevar a cabo en su huída de Tenochtitlan entre la noche del 30 de junio y la mañana del 1 de Julio, al mantener su apoyo y confianza en Pedro de Alvarado, quien fue el capitán que dejó a cargo para gobernar y administrar el confinamiento de Moctezuma.

El detestable capitán sol, incitó a que Moctezuma autorizara la celebración de las festividades en honor al dios de la guerra por parte de la alta aristocracia mexica. La realidad es que fue una emboscada para asesinar a sangre fría a personas inocentes en lo que hoy conocemos como el Templo Mayor a un lado de la Catedral Metropolitana, desatando con ello la furia del pueblo en contra del propio Moctezuma, quien creía que Cortés y compañía eran semideidades que habían regresado a gobernar a su pueblo, según los presagios que le habían advertido sus chamanes.

Me pregunto qué hubiera sucedido si Cortés hubiese castigado a Pedro de Alvarado con toda la contundencia que ameritaba el caso y de frente a la comunidad que quedó en extremo dolida. Tal vez la creación del nuevo feudo le habría llevado menos tiempo al integrar a la nueva sociedad con mayor armonía, justicia y consenso. Sin tantos odios y resentimientos que, en algunos casos, siguen vigentes medio milenio después.

Seguramente sería recordado sin tanta polémica en torno a su figura. Sus restos descansarían en paz, en el país que fundó indirectamente con la fusión de dos mundos en donde ambos se complementan y forman parte de la diversidad y pluralidad del México de hoy.



Cónsul General de México en Nueva York.
@Jorge_IslasLo

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