Habrá que esperar los supuestos peritajes de las supuestas entidades gubernamentales encargadas de determinar las razones de la tragedia del tren interoceánico. Probablemente resultará lo que tantas veces en México: la responsabilidad se diluirá, las conclusiones se reservarán, y todo el mundo esperará que con el paso del tiempo se olvide el episodio. Pero algo ya empieza a quedar claro en las obras faraónicas de López Obrador.

El tren maya, el sistema interoceánico, el AIFA, e incluso la refinería de Dos Bocas, encierran enigmas que no tendrán nunca respuesta, porque nunca existieron explicaciones correspondientes. He escuchado, o hemos sabido, de por lo menos tres explicaciones del proyecto del Istmo.

Según la versión del día, se trataba sobre todo de un esfuerzo de industrialización del sureste mexicano a través del establecimiento de parques industriales a lo largo del ferrocarril que se rehabilitaría. En otros días, se trataba de un tren de carga, principalmente con intenciones logísticas, para aprovechar el congestionamiento, la lejanía y el costo del canal de Panamá. Descargar mercancías en el Pacífico para llevarlas al golfo de México o al revés. Y en otras ocasiones, resultaba que era un tren de pasajeros, como el que se descarriló, que como ya todos vimos, no llevaba carga, sólo pasajeros precisamente.

Uno podría suponer que no existe razón alguna por la cual el proyecto interoceánico no pueda cumplir las tres funciones a la vez: industrialización, transporte de carga y transporte de pasajeros. En los hechos, eso no es así. En realidad, no se sabe para qué es porque nunca se determinó la razón de su existencia.

Lo mismo sucede con el Tren Maya. A veces era para turistas extranjeros; en otras ocasiones era para traer modernidad a la península; y ahora, en el nuevo sexenio, se busca transformarlo también en tren de carga. Incluso, de vez en cuando se inventaba que su principal función era llevar trabajadores de Mérida a Cancún y viceversa. No ha servido para ninguna de esas funciones, ni servirá, porque nunca se determinó en realidad cuál era su objetivo.

Sucede exactamente igual con el AIFA. O era un aeropuerto para descongestionar Benito Juárez; o era un aeropuerto para la zona norte del área metropolitana; o era un aeropuerto de carga. Ahora resulta que no cumple con ninguno de estos propósitos, a más de tres años de su inauguración. Lo más probable es que nunca cumplirá cualquiera de estas opciones, ni tampoco funcionará con alguna de ellas primordialmente.

En alguna parte, la explicación de la tragedia ferroviaria del sureste yace en esta ambigüedad. Todo indica que se construyó demasiado rápido, con materiales vetustos o defectuosos, sin propósitos claros, con un presupuesto inflado y sin transparencia ni supervisión. No nos queda más que esperar que esta sea la última tragedia de las obras insignias de la 4T, pero es poco probable. También se antoja ilusa la idea del segundo piso de la 4T: trenes de pasajeros por todos lados. Resultarán, en el mejor de los casos, caros y redundantes, y en el peor de los casos, peligrosos. Pero ese es el sello de la casa.

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