Un recuerdo de mi niñez me persigue asociado con mi abuela y la Tierra Caliente, persistentes presencias en mis afectos. Camino detrás de tío Maurilio los treinta minutos que separan su casa de la tierra de labor, a los que sumo otros diez desde mi casa, donde vivo con mi abuela, hasta la de mis primos. Un rito antes que una caminata, adornado con su liturgia particular pero infaltable. Una especie de sacralidad en torno a una tierra revestida de divinidad. No es para menos. De ella depende el sustento de la comunidad. Quizás por eso nos referimos a la tierra como a un ser vivo y cercano, mediante apelativos cariñosos y afectivos, o como un dios tutelar al que nos encomendamos a diario. La tierra ordena nuestra existencia. Nuestras vidas giran en torno a ella, también, incluso, cuando no lo recordamos. Así se acostumbra en Tierra Caliente, porción geográfica que se distribuye entre los estados de Guerrero, Michoacán y el Estado de México. Nuestro pueblo, una ranchería, se llama Santa Teresa, en el término de Coyuca de Catalán, Estado de Guerrero. Ya han pasado los meses de calor, abril y mayo, cuando se alcanzan los 45º de temperatura y una humedad inferior al 25%. Apenas hay diferencia entre las estaciones del año. En todo caso, disminuye algo la temperatura en invierno. El paso de los meses está regulado por el cuidado del campo, por los cultivos que exige cada temporada. La tierra es nuestro calendario, cuya atención informa de cada estación natural, del paso de los meses, de la sucesión de los años. Una temporalidad obstinadamente cíclica, confinada a una geografía que esclaviza. Fiestas y celebraciones quiebran la monotonía ancestral que tampoco permiten el olvido de lo fundamental. De latín fundus, tierra. La festividad más importante del pueblo tiene lugar el 15 de septiembre, iniciando ese mismo día y alargándose otros diez, a la que concurren presentes y ausentes, quienes marcharon al otro lado y quienes están dispersos por la República, preferentemente en la Ciudad de México. Tiempo de reencuentros con parientes y vecinos, con amigos y conocidos, y tiempo de bonanza en que se presume del éxito logrado, de los objetos comprados, de unas condiciones de vida siempre mejores que las del año anterior, del dinero juntado. Los festejos son parte importante de nuestra comunidad pues para muchos son fuente de trabajo. El sol sojuzga apenas clarea. El extraño tiene la impresión de que las horas no pasan o que todas son iguales o que son la misma, que las manecillas son tan inservibles como inútil el reloj mismo. Dos momentos delimitan la violencia solar: el alba y el crepúsculo. El primero, ese instante en que, al reparo inicial, le sucede una presencia imponente e implacable. El segundo, cuando se retira hacia el poniente dejando detrás de sí un cielo encendido para unos, para otros ensangrentado. Entre ambos, el sol se posesiona de todo cuanto alcanza, sin respetar vidas, seres y figuras; sin distinguir entre unas horas y otras; sin desmerecer de ninguna manera una luz que enceguece y amortigua los sonidos.

Mi abuela y la tierra guerrerense de Coyuca de Catalán en el recuerdo son mi presente. Dos figuras femeninas, tutelares, imprescindibles en mi biografía.

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