El año que ya acaba ha estado dominado por la pandemia. El coronavirus acaparó la información, especialmente en las últimas semanas ante la llegada de la vacuna. El populismo vive de la propaganda y a ella se ha entregado el gobierno en estos meses. En estos doce meses se modificaron hábitos y circunstancias, y se han implementado otras a causa del covid. No sólo se han alterado las normas de convivencia y trato con los otros, sino que también se han modificado condiciones de trabajo. Una silenciosa revolución a partir de la que ya nada será igual. Lo suficientemente grave como para que haya encogido el corazón de la sociedad. Las consecuencias, dolorosas e inquietantes, están a la vista: más de ciento veinte mil muertos, un millón de contagios, el temor persistente a la hora de desarrollar algo semejante a una normalidad definitivamente extraviada. La situación revela un sistema público de sanidad precario, las más de las veces improvisado, a pesar del esfuerzo constante del personal sanitario, verdaderos héroes de la vida. La pandemia lo ha cubierto todo, como si fuera de ella no hubiera nada, pero lo que se aprecia es tan preocupante o más que ésta. Una inseguridad desbocada, filas de desempleados, aumento incesante de la pobreza. Da la impresión de que la política ha mostrado su peor cara, sobreponiendo sus intereses a los de la población.

La pandemia se ha utilizado sobre todo para fines políticos, proponiendo un discurso alejado completamente de la sociedad. Dos casos igual de preocupantes perdieron protagonismo con el paso de las semanas ante la imposibilidad de disociarlos: Genaro García Luna y Salvador Cienfuegos. Si el primero alimentó las mañaneras durante mucho tiempo, la irrupción del segundo inició el silencio en torno a los dos. Con todo, en algún momento volverán a las primeras planas. Hay sospechas fundadas de que el cacareado Estado de Derecho en el caso del general hará mutis por el foro. Lo cual, en realidad, arroja la verdad del Estado de Derecho, su inexistencia. No es menor, al contrario, la corrupción rampante que atenaza al ejecutivo federal y al círculo cercano del Presidente. Si la bandera electoral hacia el 2018 fue el combate a la corrupción, este año demuestra que sólo fueron palabras destinadas a recabar votos. No se combate la corrupción, ni se cuestiona a los corruptos, ni se los lleva ante la ley. Como antes, viven en absoluta impunidad al cobijo del poder presidencial. Algo, sin embargo, ha cambiado. No son los mismos los que se benefician. De otra manera no se entienden los reclamos de quienes se adueñaron durante años de palabras que son de todos, como libertad y democracia. Los conocidos como “intelectuales” has visto mermados sus influencias y sus réditos económicos a costa del erario.

Parecería que todo lleva a la frustración, pero no es así. Por fin llegó la vacuna contra el coronavirus, lo que abre espacios fundados de esperanza. Estos meses han vuelto a demostrar la vitalidad de nuestra sociedad, la tenacidad para salir adelante, la obstinación para no bajar los brazos ante la adversidad. Sombras, pero también prometedoras luces hacia un 2021 relevante. En lo político, los ciudadanos tendremos la oportunidad de cambiar lo que haya que cambiar mediante nuestro voto. Tenemos que aprender del pasado. No bastan promesas. Hay algo más decisivo, confiar en aquellos candidatos cuya coherencia de vida y de pensamiento acreditan sus palabras.

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