Si de verdad queremos tener una verdadera democracia, es necesario debatir sobre el financiamiento de los partidos políticos. En la actualidad, la desigualdad cuestiona seriamente nuestro sistema. Las cifras no dejan lugar a dudas. Un 30% de los recursos se reparte de manera equitativa entre las diferentes opciones; pero un 70% obedece al porcentaje obtenido en las elecciones. En consecuencia, se produce una inequidad intolerable y ridícula. Por ejemplo, en las penúltimas el PRI recibió 2,100 mdp, mientras que el Partido Encuentro Solidario, 125 mdp. No hay manera de ocultar que se trata de un fraude a la democracia, rehén de los grandes partidos confortablemente instalados en un régimen a medida. No hay manera de que las formaciones pequeñas o de reciente creación puedan competir. La apariencia se instala como sucedáneo de los procesos democráticos. Por otro lado, el sistema de fiscalización contribuye a las desigualdades, puesto que el dinero invertido en los comicios habitualmente condiciona el resultado. Lo normal es que las aportaciones privadas beneficien a los partidos con más posibilidades de alzarse con la victoria que son los mismos que más se benefician del presupuesto público. Dado el deficiente sistema de fiscalización, difícilmente puede evitarse que el crimen organizado no intervenga en los procesos electorales.

En una verdadera democracia todos los actores deben competir en igualdad de condiciones. No es menor el abuso que representa el financiamiento público de los partidos. Si la clase política quiere dar ejemplo a la ciudadanía de honradez y probidad, los partidos deberían ser los primeros en renunciar al financiamiento a cargo del erario. Algo, por lo demás, insinuado por Andrés Manuel López Obrador. Una solución es que las fuerzas políticas se financien únicamente a través de la iniciativa privada, con los mismos topes para todos. El apoyo privado obligaría a involucrarse en la sociedad para recaudar esos montos a los que todos tendrían acceso, aunque no todos los consiguieran. El tope de la cantidad, además, facilitaría la labor de fiscalización, pero sobre todo aseguraría la equidad entre los contendientes, pues sólo podría gastarse el dinero recaudado ajustado al tope señalado debidamente transparentado.

Los beneficios de esta estrategia son evidentes: genera empatía con la ciudadanía, las candidaturas se vuelven más competitivas, los programas políticos son más realistas, las palabras necesitarían acompañarse de los hechos, se estrecharía la colaboración entre la política y la sociedad, el ciudadano se asumiría protagonista de la vida pública, se impediría la acción del crimen organizado. Todos estos elementos fortalecen la democracia no sólo porque los partidos necesitan ser opciones reales al servicio de la sociedad, sino porque las condiciones de igualdad redundan en su competitividad.

México ya no aguanta una oligarquía de partidos, a la que cínicamente se llama democracia. Ahora mismo los institutos políticos viven al margen del ciudadano al que voltean a ver cuando necesitan el voto aunque vivan muy bien de sus impuestos. Una reforma al sistema de financiamiento se antoja imprescindible para regenerar la democracia, para que los contendientes tengan piso parejo, para que de una vez los políticos sirvan a los ciudadanos en lugar de usarlos y tirarlos.

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