Desde la arrolladora victoria de AMLO, se habla mucho de la ausencia de contrapesos en nuestro país. La popularidad del hoy presidente, el “efecto de arrastre”, le permitieron a Morena y a sus aliados triunfar en la arena legislativa y en un sinnúmero de comicios locales. La concurrencia amplificó el triunfo lopezobradorista y eliminó posibles contrapesos. Muchas voces se preguntan hoy dónde está la oposición, tanto en el Congreso como en los estados. Si bien es correcta, esta lectura de la coyuntura actual omite un factor central: la histórica debilidad de nuestra clase política.

Institucionalmente, la ausencia de reelección hace que los políticos electos sean actores con poderes limitados. Con un horizonte temporal reducido, su relación con el presidente de la República ha sido muchas veces de subordinación. Sin reelección, gobernadores, diputados y senadores del partido gobernante dependen de la buena voluntad del presidente en turno para continuar una carrera política exitosa. Más aún, en tiempos de alternancia, los gobernantes temen muchas veces sobre su suerte al concluir su encargo. Durante el sexenio anterior, en muchos estados encarcelar al gobernador saliente se convirtió en una promesa de campaña. En esas condiciones, constituirse en un contrapeso efectivo al poder presidencial es más una aspiración que una realidad.

Los diputados se podrán reelegir en 2021 y los senadores podrán hacer lo mismo en 2024. Por ello, difícilmente observaremos en este sexenio los beneficios de la reelección en términos de independencia y autonomía legislativa. La construcción de estas será un proceso lento, difícil, de avance y retroceso.

Si bien la ausencia de reelección es un elemento que explica la debilidad de nuestros políticos electos, en especial frente al Ejecutivo federal, en el momento actual la sospecha de corrupción ha debilitado todavía más a la clase política. Ello impide que muchos se conviertan en contrapesos al poder presidencial. Por un lado, la mera posibilidad de que las finanzas personales sean investigadas es un arma disuasiva muy eficaz en manos de las autoridades. A quien quiera ser contrapeso del Ejecutivo, más le vale tener la casa en orden. A juzgar por su comportamiento, buena parte de la oposición tiene la casa desarreglada.

La sospecha de corrupción también se ha reflejado en la impopularidad de la clase política. Desde hace años, encuesta tras encuesta arroja que partidos políticos, diputados y los políticos en general son los personajes menos confiables para los mexicanos. Durante mucho tiempo pudo coexistir la sospecha de corrupción con evaluaciones favorables a los gobernantes. Hoy día es impensable. Van unos números como ilustración: en 2009 el promedio de aprobación de todos los gobernadores fue del 67 por ciento; hoy apenas rebasa el 40 por ciento.

Un gobernador impopular es un gobernador débil. No puede ser contrapeso alguno al presidente de la República. López Obrador fue un contrapeso eficaz a Vicente Fox porque fue un gobernante con amplio respaldo ciudadano. Ello significaba que su partido también tenía la simpatía pública, por lo que la posibilidad de perder en las urnas era baja. La “seguridad electoral” es otra fuente de autonomía en la relación con el presidente en turno. Los gobernadores carecen de reelección, pero sus partidos y candidatos no.

Hoy son pocos los gobernadores con un nivel de popularidad comparable al de AMLO y que, además, cuenten con un grado de “seguridad electoral” que les posibilite oponerse a él. En una democracia los contrapesos también se basan en el respaldo ciudadano. Sin éste, son vulnerables a la presión presidencial. Por ello Trump chantajea exitosamente a los legisladores en riesgo de perder su elección. En cambio, un gobernante o legislador popular puede darse el lujo de desafiar al presidente sin temer a las repercusiones político-electorales. Con honrosas excepciones, esto ha desaparecido en México. La construcción de contrapesos exitosos requiere también la regeneración de nuestra clase política.

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