Andrés Manuel López Obrador ha sido históricamente un político en sintonía con las demandas y el sentir ciudadanos. Por ello, la forma en que ha abordado, ignorado dirían algunos, la violencia de género y la crisis del coronavirus ha tomado a todos por sorpresa. Son temas de consenso, en los que prácticamente toda la población quiere lo mismo: erradicar la violencia contra las mujeres y que todos estemos sanos. Son, además, problemas cuyo origen trasciende a la administración actual por lo que el reclamo y el enojo no están en principio dirigidos al mandatario. Las exigencias tampoco tienen tintes partidistas o político-electorales. Seguridad y salud son demandas universales y atemporales.

Por lo anterior, el movimiento contra la violencia de género y la crisis del coronavirus son dos oportunidades inmejorables para que el presidente despliegue y ejerza su liderazgo. Sin embargo, no lo ha hecho. El pasado fin de semana, cuando en todo el mundo se tomaron decisiones y acciones para enfrentar el coronavirus, los mensajes presidenciales en redes sociales se enfocaron en las “propiedades de la chicayota”, la “Danza de los Diablos en Cuajinicuilapa”, su desayuno en Ometepec, al mismo tiempo que promovía las “playas bellísimas” de Guerrero. Por otro lado, en el tema de la violencia de género, el mandatario ha ignorado o ha sido indiferente a las demandas que se le han planteado. Ha señalado incluso que el movimiento feminista tiene una agenda política conservadora.

¿Por qué el presidente ha dejado pasar la oportunidad de encabezar la lucha contra la violencia de género y el coronavirus? La respuesta más sencilla parece ser la más plausible: ambos problemas no coinciden con su diagnóstico sobre el origen de los problemas de México, es decir, la pobreza y la desigualdad por un lado, y la corrupción por el otro. De este diagnóstico se desprende su toma de partido por los más pobres y los honestos, así como el combate a los adversarios, llámense estos conservadores, fifís, mafia en el poder o neoliberales, por citar solo algunos.

A diferencia del combate a la pobreza y desigualdad, el movimiento contra la violencia de género o el coronavirus no exigen tomar partido. Si acaso exigen que todos estemos del mismo lado: ni una muerte más, ya sea por violencia o enfermedad. En el caso del Covid-19, el adversario es invisible y ajeno al mundo político. En el caso de la violencia de género, el adversario es la masculinidad tóxica, el machismo. En ambos casos el adversario es diferente al que la administración proclama. Así, el género trasciende las divisiones socioeconómicas y se convierte en elemento de unidad, por encima de las diferencias de clase. A la frase de “Por el bien de todos, primero los pobres” se le contrapone sin dificultad “Por el bien de todos, primero las mujeres”.

El coronavirus y la violencia de género son un reto a la narrativa gubernamental. Han dominado la agenda pública de las últimas semanas y demandan ser prioridades de un gobierno que ha hecho de lo social su principal bandera. No parece fortuito que el primer tuit presidencial de esta semana reafirme que “el bienestar del pueblo y la atención preferente a los pobres son los distintivos de este gobierno” (lunes, 7:08 am). Tampoco lo es la declaración del domingo pasado: “No nos van hacer nada los infortunios, las pandemias…Vamos a sacar adelante al país, porque cuando no hay corrupción el presupuesto rinde, alcanza”.

El énfasis en pobreza y corrupción como origen de los males nacionales puede ser estratégico. A final de cuentas nadie está mejor posicionado que el presidente López Obrador y su partido para encabezar esta lucha. Pero también puede ser consecuencia de lo que en psicología se conoce como sesgo de confirmación: buscar o interpretar los hechos de manera tal que corroboren las creencias propias, al mismo tiempo que se minimiza o ignora información que las contradiga. Ello explicaría porque esta administración cree que nuestros problemas más acuciantes (inseguridad, falta de crecimiento) se pueden resolver con programas sociales y eliminando la corrupción. La violencia de género y el coronavirus son problemas que rebaten dicha narrativa: no van a desaparecer con becas o transferencias de dinero y tampoco se extinguirán si se erradica la corrupción. Solo la acción eficaz de Estado y sociedad podrá acabar con estos flagelos.

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