Estamos ante un acelerado proceso de desinstitucionalización, de aniquilamiento de los órganos fundamentales de la República que fueron soporte de nuestra azarosa transición democrática en el último cuarto de siglo, cuando el país empezó a vivir precarios pero importantes ejercicios de equilibrio entre los poderes Legislativo y Ejecutivo; significativos rasgos de federalismo, y el surgimiento y consolidación de los órganos autónomos con los cuales se reconocían nuevos derechos y facultades a la sociedad.

El arribo de López Obrador a la Presidencia fue acompañado de una mayoría aplastante en las cámaras federales y locales, lo cual le ha permitido llevar al cabo el sometimiento del legislativo, el acoso, desmantelamiento y captura de los órganos autónomos, con el descalificador discurso de que son “producto del neoliberalismo”.

Esto muestra que los andamiajes y estructuras institucionales que fueron edificados, carecieron de bases legales y constitucionales suficientemente sólidas.

Dicho de otra manera: Al mantener la esencia del sistema político presidencial, con las facultades constitucionales y metaconstitucionales del Ejecutivo, bastaría con que llegara a la Presidencia alguien como AMLO para que las llevara al extremo, al grado de tomar decisiones —incluso— anti e inconstitucionales.

Ya desde su paso por la Jefatura de Gobierno en la Ciudad de México, sobre todo durante las protestas postelectorales de 2006, se expresaron y afianzaron sus pulsiones autoritarias.

A su grito en el Zócalo de: “al diablo con sus instituciones”; le siguió la autodesignación de “presidente legítimo”, como si fuera un Juárez, pero desbocado.

El fracaso del sexenio de Peña Nieto, que terminó hundido en el fango de la corrupción, provocó el hartazgo social que sepultó en el olvido lo sucedido en ese 2006 y los años posteriores, como el “juanitazo” en Iztapalapa en 2009.

Ahora AMLO se ha erigido en árbitro electoral y ha decidido continuar acosando al INE, debilitarlo presupuestalmente y asfixiarlo para evitar su debido funcionamiento.

Sin un INE fuerte y autónomo nuestra democracia está seriamente amenazada.

Paradójicamente, cuando el presidencialismo se ejerce exacerbadamente, rebasando los límites del Estado de Derecho y evidenciando el daño que provoca “el país de un solo hombre”, es momento de provocar una inflexión, hacer lo necesario para que su clímax signifique también su crisis terminal y avanzar hacia la conformación de un nuevo régimen político.

La esencia de un nuevo andamiaje institucional debe ser el parlamentarismo, con un Ejecutivo acotado, ceñido al control parlamentario; con prácticas de parlamento abierto vinculatorias, donde se definan normas para juzgar al Presidente por solapamiento, o la comisión de actos de corrupción; por irresponsabilidad en el combate a la inseguridad, por incapacidad en el manejo de la economía y la disminución de la desigualdad social, incluyendo el “voto de censura” para remover funcionarios y hacer realidad la revocación de mandato.

Un nuevo régimen político parlamentario debe tener como esencia, el respeto irrestricto al Estado de derecho, a órganos autónomos, así como contrapesos institucionales y efectivo equilibrio de poderes, un real federalismo, el municipio libre y la defensa y ampliación de las libertades individuales y de los derechos humanos.

El parlamento, como expresión plena de la representación popular y de la pluralidad, no es un estorbo para gobernar como asumen los populistas autoritarios. Su desprecio es el “desprecio a que en política se disienta y actúe una oposición que también representa a la ciudadanía” (José María Rosales, El populismo y el desprecio al parlamentarismo).

Las organizaciones de la sociedad, personalidades y partidos políticos no gobernantes tienen la responsabilidad de traducir en una nueva correlación de fuerzas el hartazgo cada vez mayor con esta degradación que vivimos millones de mujeres y hombres de México. El 2021 es la cita.



Exdiputado federal

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