La tragedia humana detonada por la cancelación del Seguro Popular y su supuesta sustitución por el Instituto Nacional de Salud y Bienestar (Insabi) no tiene precedente. Muchos mexicanos morirán por falta de atención, medicamentos y tratamiento. Se trata de una decisión política de una irresponsabilidad increíble. La administración de AMLO cargará en su conciencia con las víctimas.

Mucho se ha analizado y escrito sobre las implicaciones de cancelar el Seguro Popular, por medio del cual 54 millones de mexicanos tienen todavía acceso a un paquete de servicios médicos. Si bien es cierto que el número de padecimientos cubiertos (1,603) son menos que los del IMSS e ISSSTE (8 mil), y menos que lo que cubren sistemas de salud de países desarrollados (12,300), esto se debe a su cuidadosa selección para atender el mayor número de enfermos posibles.

En los hechos, el anhelo de salud para todos (universal) y para todos los padecimientos es deseable, pero una quimera. En el mundo, la cobertura y los padecimientos que atienden los servicios de salud están limitados por los recursos que la sociedad destine a ese propósito. Cuando alguien define el presupuesto y los programas de salud, está tomando una decisión sobre quién vive y quién muere.

La esencia de la crisis del sector salud detonada por esta absurda decisión es que no se consideraron los aspectos financieros. ¿Cuánto cuesta el tratamiento de cada padecimiento?, ¿cuál es la probabilidad de que afecten a la población?, ¿de qué calidad debe ser la atención?, ¿cuál debe ser el tiempo máximo de espera para una intervención quirúrgica?, ¿tiene prioridad atender a los niños sobre la población adulta, y a su vez ésta respecto a los adultos mayores? La falta de respuestas se traduce en una catástrofe: ni el gobierno ni la sociedad saben cuántos recursos se necesitarán para el funcionamiento del Insabi y, por tanto, cuál será su realidad.

A pesar de la tragedia que representa el yerro de los cambios en salud, hay una tragedia aún mayor. Ésta consiste en que el gobierno de AMLO se caracteriza por tomar decisiones sin considerar sus aspectos financieros. Él no hace los números, ni los exige a sus colaboradores, lo que amenaza la autodestrucción de la 4T, no sin antes dañar a muchos mexicanos.

Abundan ejemplos de proyectos y programas sin sustento financiero. Aeropuerto de Santa Lucía: se desconoce el costo total, comenzó en 70 mil millones de pesos (mdp) y ya van en 100 mil mdp, que se desconoce si serán suficientes. Tren Maya: se estima en 139,100 mdp; el gobierno ya rechazó las asociaciones público-privadas, por lo que sólo este año el erario le inyectará 32,800 mdp. Reforma laboral: carece de presupuesto suficiente para implementarse.
Plan Estratégico de Petróleos Mexicanos: los recursos para 2020 y 2021 ascienden a 9,500 millones de dólares (mdd) por año para operación, y 16,300 mdd para inversión; se estiman faltantes anuales por 3,200 mdd para operación y 10,100 mdd para inversión. Seguridad pública: hoy se destinan 190 mil mdp al año, y se requiere llegar a 520 mil mdp, lo que representa un faltante financiero de 330 mil mdp anuales. Mantener la participación de 54% de la CFE en generación eléctrica: faltan 350 mil mdp, para sumar 15GW. Reforma judicial: no cuenta con recursos necesarios para su implementación, aunque no hay una estimación precisa. Instituto Nacional Electoral: en 2020 tiene un déficit sustancial (285 mdp) para cumplir con su mandato. Múltiples programas sociales no cuentan con recursos suficientes.

Esta falta de realismo financiero constituye una tragedia por demás peligrosa y grave para México. El error de origen es que se anuncian programas y proyectos sin calcular su costo y efectos presupuestales. Esta práctica del gobierno de AMLO está tan generalizada que ha creado un régimen de fantasías.

Para AMLO, esto tampoco le quita el sueño. ¿El secretario de Hacienda también dormirá tranquilo?, ¿los ciudadanos podemos conciliar el sueño?

Presidente de GEA Grupo de Economistas
y Asociados / StructurA

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