Dejo el juego de las profecías y tomo en serio lo dicho por Simone Weil: “La oposición entre porvenir y pasado es absurda. El porvenir no nos aporta nada, no nos da nada; nos toca a nosotros darle todo, para construirlo”. Así que hablo del pasado: el año 2019 cerró con máximos de emisiones de CO2 y altas temperaturas, dejando en el limbo los sueños del Acuerdo de París. Desde 1990, el CO2, vinculado a los combustibles fósiles tan caros a nuestro gobierno, ha crecido un 60%. La deforestación y los incendios, agrícolas o no, contribuyen al fenómeno y se han incrementado el año pasado: recuerden Amazonia, Australia, el Sureste asiático y nuestra América Latina toda, pero también Estados Unidos y Canadá, cuyos bosques son afectados por el recalentamiento. El resultado es que, según la Organización Meteorológica Mundial, la concentración de CO2 es la más alta desde hace tres millones de años.

La Amazonia ha sufrido el año pasado la mayor destrucción de los últimos diez años, con un aumento del 30% de la superficie arrasada; la meta de reducción de la deforestación está bien olvidada. Mientras tanto, “Australia comete un suicidio climático”, escribe Richard Flanagan, en el New York Times del 4 de enero, bajo la conducción de un gobierno negacionista al estilo Donald Trump. Australia es un gran productor y exportador de carbón: le hemos comprado para nuestras centrales térmicas. Nuestro gobierno ni se toma la pena de negar el cambio climático, no le importa, basta ver su política energética.

En diciembre del año pasado, un encuentro internacional en las Naciones Unidas intentó definir una estrategia para lograr, en 2050, cero emisiones de dióxido de carbono. Bien dijo el secretario general de la ONU: “El punto de no regreso ya no se encuentra en el horizonte. Está a la vista y se acerca rápidamente”. En amplias regiones tropicales, el recalentamiento arruina a pescadores, agricultores y ganaderos, obligando a millones de personas a emigrar.

El informe 2019 del Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodiversity and Ecosystem Services contabiliza un millón de especies amenazadas en desaparición, 87% de los humedales perdidos desde el siglo XVIII (¿Y nuestros manglares? Muy bien, gracias.) Cien millones de hectáreas de selva tropical aniquiladas entre 1980 y 2000, y quién sabe cuántas entre 2000 y 2019. Los periódicos nos señalan, de vez en cuando, el pésimo estado de salud de la biodiversidad, pero tardamos en tomar conciencia de la dimensión del fenómeno. Quizá porque hablamos solo del cambio climático y del recalentamiento en relación con la sola humanidad: que si se van a inundar nuestras ciudades marítimas, qué tanto va a subir el nivel de los océanos, crecer los desiertos y, en consecuencia, las grandes migraciones humanas. Ya empezaron las migraciones de los otros seres vivos, plantas, animales, pájaros, insectos, microorganismos.

Ahora bien, si las políticas públicas de algunos países –no el nuestro, tampoco el de EU– se enfocan hacia el cambio climático, han olvidado casi siempre el tema de la amenazada biodiversidad. La comunidad científica internacional, con toda razón, relaciona los dos fenómenos que deben tratarse a nivel mundial. Todo está ligado. Si el cambio climático es, en parte, responsable de la degradación de la biodiversidad, es también consecuencia de ella: deterioración, cuando no desaparición de los bosques y de las aguas, degradación de los suelos y erosión. Políticas de protección de la biodiversidad podrían limitar las emisiones de CO2, si uno piensa que los árboles, la pradera, los humedales retiran carbono de la atmósfera.

Un solo dato que me impresiona mucho: el valor mundial de la polinización efectuada por los insectos está estimada en 153 mil millones de dólares al año (la cifra es de 2009). Ni quiero pensar en las consecuencias de la disminución drástica de las poblaciones de insectos, aves, murciélagos que trabajan para nuestra alimentación. El costo económico de las agresiones a la biodiversidad es posiblemente tan alto como el costo del cambio climático.

Historiador

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