En 1964, en su seminario de Historia de América, nuestro maestro, el gran Pierre Chaunu, nos habló de la “unificación microbiana del mundo”, a propósito del desastre demográfico que fue la consecuencia, no deseada, de la llegada de los europeos (y africanos) a América. Otro gran maestro, Henri Marrou, en su curso sobre los últimos siglos del Imperio Romano (no aceptaba las palabras “decadencia”, “Bajo Imperio”), nos contó la pandemia de los siglos VI y VII, una peste que debilitó a Bizancio y Persia, facilitando la conquista árabe. Venía de la región de las fuentes del Nilo, bajó al Mediterráneo y devastó al Medio Oriente y Europa.

La pandemia siguiente tuvo una extensión geográfica mucho mayor. Empezó en 1340, no en África, sino entre las ratas y pulgas de Asia Central. Aprovechó la unificación de Eurasia realizada por Dzhinguiz Jan; la “paz mongola” abrió a las caravanas la ruta de la seda y así llegó la peste hasta Crimea y de Crimea los comerciantes de Venecia y Génova la llevaron al Mediterráneo, a Marsella y Barcelona… Europa perdió, según las regiones, de 30 a 50% de su población: el reino de Francia que tenía veinte millones de habitantes, perdió nueve, en pocos años. Ninguna comparación posible con la presente pandemia.

La mundialización microbiana total se realizó a partir de 1492 y fue una catástrofe demográfica absoluta para las poblaciones americanas; las epidemias importadas de Europa y África a México y Perú tuvieron un impacto devastador. Aquellas poblaciones habían perdido, a lo largo de 12,000 años, las inmunizaciones que tenían sus antepasados asiáticos antes de cruzar el estrecho de Behring. Varias enfermedades contagiosas, como viruela y 6 sarampión diezmaron pueblos indefensos: según las regiones, borraron de 30 a 90% de la población. Nada que ver con lo que podría causar el presente Covid-19, por más peligroso que sea. Lo cual no permite pensar que no pasa nada, que no hay que hacer nada, y que los alarmistas son “los enemigos de mi gobierno” (Trump dixit, López Obrador dixit).

Estos dos presidentes ejercen su poder en sociedades más o menos democráticas y abiertas a la discusión y a la información. Menos mal. No es el caso de China, cuyo gobierno manejó muy mal la crisis, antes de rectificar. China tiene científicos de vanguardia y un gobierno, iba a escribir: de retaguardia. Sus científicos publicaron hace un año en Viruses un artículo anunciando las prontas apariciones de epidemias de coronavirus. Cuando ocurrió, identificaron el virus, secuenciaron su ADN y lo publicaron el 10 de enero en un sitio web de virología. El gobierno regañó a estos médicos y la televisión los denunció como autores de fake news. Luego uno de ellos murió, víctima del virus…

Yi-Zheng Lian explicó en su artículo “El Coronavirus y la comida Jinbu” (New York Times, del 23 de febrero) que, si bien el virus no es chino, porque ningún virus tiene nacionalidad, hay dos factores culturales y políticos chinos que entraron en juego. Por cierto, sabemos que eso vale para todas las sociedades y todas las épocas: la sequía o el diluvio provoca la mala cosecha, pero es la política que transforma un fenómeno natural en hambruna catastrófica. El autor escribe: “El primer factor es la larga, larga tradición en China de castigar al mensajero que trae malas noticias”. Eso es lo que les pasó a los médicos. El segundo factor es la creencia tradicional en los poderes curativos de ciertos alimentos, en la cultura nutricional Jinbu: plantas y animales raros de la selva, que hay que comer crudos. Parece que la pandemia causada por el virus SARS, a principio de este siglo, tuvo como fuente el consumo de uno de esos animales.

Algún día sabremos, sino todo, mucho sobre Covid-19, por lo pronto hay que ser razonables, sin pánico, pero también sin la ceguera de ciertos bienaventurados. Para el futuro, no para esta, sino para la siguiente pandemia, espero se haya traducido el excelente libro del epidemiólogo inglés Adam Kucharski: The Rules of Contagion: Why Things Spread- and Why They Stop.



Historiador

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