Los cuarenta días de la Cuaresma son una cuarentena y sabemos de qué se trata. El retorno del año litúrgico nos enseña que al final hay un arresto y una sentencia de muerte, y al final final, la resurrección. Todo un programa, para toda la vida, la individual de cada uno de nosotros, la de la humanidad. El historiador italiano, Aldo Schiavone, nos dio hace poco un Ponzio Pilato, apasionante biografía del prefecto de Judea que condenó a Jesús. Ese gran personaje del imaginario occidental está presente en grandes novelas, como El Maestro y Margarita de Bulgakov, Judas de Amos Oz, o La facultad de las cosas inútiles de Yuri Dombrovski.

La tesis de Schiavone es que el hombre que se lava las manos, símbolo del cobarde que huye de sus responsabilidades, no es tal. Cuando, en las primeras horas de la mañana, le presentan a Jesús –el encuentro entre César y Dios–, Pilato intenta varias veces soltarlo, hasta que adivina el sentido de la resignación obstinada del preso. El prefecto entiende la meta de Jesús, el sacrificio redentor, y “acoge esta inexplicable voluntad que está delante de él”. Toma su decisión con plena conciencia. En las leyendas populares que nacieron de manera muy temprana, tanto el centurión Longino, el de la lanza en el costado de Jesús, como Poncio Pilato se vuelven cristianos.

Si Pilato hubiera liberado a Jesús, Cristo no habría existido, no habría sucedido nada. La historia habría seguido su curso, dice Schiavone. Su muerte era necesaria, pero una muerte consciente y libre, la del Hijo del Hombre. Poncio Pilato cumplió su papel en el misterioso plan divino. Parece haber sido un tirano: “Soborno, violencia, ejecuciones sumarias, infinitas y horrorosas crueldades”, escribió de Pilato el rey Agripa I en una carta al emperador Tiberio. Jesús, un día, lo había mencionado a sus discípulos, a propósito de los galileos, cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios. Pero, aun así, no quería ajusticiar a Cristo. ¿Por qué? Aquí empieza la confusión que Schiavone quiere disipar. Los escritores cristianos lo complicaron terriblemente todo.

Uno puede especular de otra manera que Schiavone. A los judíos no les gustaba Pilato, escribían a Roma quejándose y finalmente obtuvieron lo que querían. Pilato fue destituido, años después de aquella mañana del viernes que se llamaría Viernes Santo. Algunos dicen que fue obligado a suicidarse en tiempo de Calígula, otros dicen que Nerón lo mandó ejecutar, otros que, exiliado, se ahogó en el lago de Lucerna. En los Alpes, sé de un cerro que se llama el Monte Pilato. El caso es que uno puede pensar que no quería ajusticiar a nadie para complacer a sus enemigos judíos. O bien, que Pilato, como buen político, tenía una razón de Estado: este Jesús, predicador errante, no era un agitador revolucionario: el hombre debe transformarse desde dentro y luego todo vendrá por sí solo. Y criticaba a la autoridad de los fariseos y del Sanedrín, autoridad peligrosa para el Imperio romano.

Pienso yo que el romano, hombre duro y despiadado, fue impresionado por lo que sus informantes le reportaron: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y orad por los que os ultrajen y persiguen”. ¿Invita a rezar por mí, el invasor, a amarme? Sintió que Jesús, que Cristo –ya puedo decir Cristo– era una fuerza. Dostoievski dijo que la mansedumbre es una fuerza terrible. Un Dostoievski bien confundido en su deseo de ser verdaderamente cristiano, atormentado entre dos personajes simbólicos, el desastroso príncipe Mishkin y el Gran Inquisidor. Yuri Dombrovski tiene razón cuando dice que Pilato era mucho más realista que Dostoievski y su inquisidor. “Entendía a Cristo tal como era y ese Cristo le iba muy bien”. Encuentro fabuloso entre el historiador italiano y el escritor ruso.

Después: la resurrección en la primavera de Jerusalén. Pasan los siglos y los milenios con sus variaciones históricas; “sólo el año litúrgico de la Iglesia teje la gloria santa de la eternidad” (Franz Rosenzweig, La Estrella de la redención).


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