Recordé esa exclamación de un ciudadano, en el lejano año de 1964, cuando vio al general De Gaulle en las calles de México. La recordé con motivo del aniversario 51 de la muerte del general hace unos días, al leer la crónica de Le Monde, intitulada “Estampida memorial”. Alguna vez, el general observó con su ironía peculiar que “todo francés ha sido, es o será degolista”. Los políticos que se precipitaron la semana pasada a Colombey-les-Deux-Eglises, el pueblito de Lorena donde está enterrado el hombre que encarnó, en ciertos momentos decisivos la Francia, le dieron la razón una vez más. Desfilaron los miembros de la alta clase política, los candidatos a las próximas elecciones presidenciales, de la derecha a la izquierda, tanto Anne Hidalgo, alcaldesa socialista de París, como el primer ministro Castex y los precandidatos de la derecha. Sólo faltó el candidato de la extrema derecha, el Sr. Zemmour, apologista del mariscal Pétain quién hizo condenar a muerte en ausencia a un De Gaulle calificado de traidor. Marine Le Pen no estuvo en Colombey, pero saludó patrióticamente la memoria del hombre del Llamado de Londres. El nieto del general protestó contra la estampida de los búfalos, pero su abuelo ha de haberse divertido.

Todo esto me recordó su visita a México en marzo de 1964, después del viaje a Francia del presidente Adolfo López Mateos, en marzo de 1963, primera visita oficial de un presidente mexicano y, creo, de un presidente latinoamericano. Liberado del fardo argelino (Argelia asumió su independencia en julio de 1962), De Gaulle soñaba con una gran política internacional y se volteaba hacia las Américas. Su primera etapa, en esa nueva vía, fue precisamente México, país en el cual, encontraba la triple riqueza de las civilizaciones mesoamericanas, de una herencia latina y de una revolución que aceleraba la historia, frente al más dinámico de los imperialismos: los Estados Unidos.

Calificó a nuestra historia como ejemplar; para él, México era la puerta principal de América Latina y por eso decidió dar un gran golpe simbólico: devolver al país las tres banderas mexicanas, tomadas durante la intervención francesa, banderas colgadas en la nave de Saint Louis de los Invalides. Cuando mencionó su intención, sus ministros pusieron el grito en el cielo, pero el general mandó descolgar las gloriosas insignias y se las llevó a México.

Su estancia en la gran urbe preocupaba sobre manera a los servicios de seguridad franceses y mexicanos. De Gaulle había escapado milagrosamente a varios atentados cometidos por los partidarios de la Argelia francesa, y el presidente Kennedy había sido asesinado en noviembre del año anterior. La prudencia imponía circular en coche cerrado, pero los familiares del general sabían que el hombre no aceptaría tal medida. Veinte años antes, en agosto de 1944, cuando entró en París en medio de la balacera de los francotiradores colaboracionistas, había exclamado: “¡No se asesina al general De Gaulle!”. El hombre estaba convencido de su destino.

Antes de llegar aterrizó en Mérida. ¿Por qué? Quería bajar en México de un avión francés, Caravelle: “¡A poco me ve Ud. desembarcar de un aeroplano americano!”. El Caravelle tenía una autonomía de vuelo limitado, por eso paró primero en la Martinica, luego en Mérida. Del aeropuerto de la capital al palacio presidencial, los dos presidentes viajaron en una limusina abierta, pero, luego, para ir a Los Pinos, estaba previsto un coche cerrado. El general se negó rotundamente y gozó las aclamaciones de las multitudes a lo largo del camino. De repente, pidió que se parara el coche, para estrechar unas manos y es cuando un hombre exclamó: “¡Qué hermoso viejo!”. Debo ese testimonio a la señora Claude Stresser-Peán que asistió al episodio. Se me acabó el espacio para contarles la extraordinaria recepción que hicieron los estudiantes de la UNAM al general.

Historiador