El excelentísimo Embajador de Turquía en México puso en forma precisa el expediente de “Libia entre Turquía y Rusia”, de manera muy cortés, para que los lectores pudieran apreciar la perspectiva de su gobierno, “la cual no fue fielmente reflejada en” mi artículo del 2 de agosto. No quiero que el señor Embajador me confunda con los enemigos de Turquía. Joven estudiante, descubrí la historia del glorioso imperio otomano con el profesor Mantran y me sigo ilustrando con una pléyade de excelentes historiadores turcos. Confieso que tengo nostalgia, un sentimiento romántico para nada científico, del gran imperio que, como el de los Habsburgos y de los Romanov, reunía muchas fronteras y lenguas, las tres grandes religiones en sus múltiples variantes y otras religiones menores. Nostalgia del imperio otomano hasta el catastrófico sultán Abdul Hamid.

Pero lo pasado ha pasado y, si bien entiendo la nostalgia neo otomana del presidente Erdogan, la estimo cargada de peligros cuando, a la hora de la devolución de Santa Sofía al estatuto de mezquita, invoca un “resurgimiento islámico desde Bukhara hasta Al Andalus”, pasando por la “liberación de la mezquita de Jerusalén Al-Aqsa”, celebrando al sanguinario Abdul Hamid “el Rojo”, rojo de la sangre de los armenios. Después del gran gesto simbólico que significa lo de Santa Sofía ¿qué hará el presidente turco?

Ya tiene un pie en Siria, y en la frontera de Irak, dos provincias otomanas hasta la primera guerra mundial; otro en Libia que fue otomana hasta 1911, cuando los italianos emprendieron una brutal conquista llevada hasta el final con redoblada violencia por Mussolini. ¿Ahora qué? La economía turca estaba en crisis antes de la pandemia; sus finanzas han sido salvadas por Qatar y China; el primero ha financiado todas las aventuras militares de los últimos años. En junio del presente año, por primera vez, China otorgó a Turquía un crédito de 15 mil millones de euros.

El contraste es muy grande entre la debilidad de la moneda turca, la lira, y la fuerza política y militar del presidente. Hacer de Santa Sofía, la mezquita Ayasofía le vale popularidad y prestigio en Turquía y fuera. Obviamente seguirá moviendo sus piezas en Siria, Irak y Libia; puede, apoyando al gobierno internacionalmente reconocido de Trípoli, emprender la conquista del Oriente libio: con el riesgo de toparse con Rusia y Egipto. En el norte de Siria, seguirá limpiando étnicamente a los kurdos y demás minorías; en Irak, controlará la zona fronteriza, siempre contra los kurdos. Pero sueña con algo más. Los videos de propaganda lo presentan como el último de los conquistadores, de un linaje que empieza en el siglo XI con el sultán Alp Arslan que, al derrotar al emperador bizantino, emprendió la conquista de Anatolia. Algunos islamistas salafistas dicen que ha llegado la hora de restablecer el califato abolido por Atatürk en 1924. No se hará, pero se refuerza el poderoso Directorio de Asuntos Religiosos que cuadruplicó su presupuesto en cuatro años.

Grecia es el enemigo ancestral. Erdogan denuncia el tratado de Lausanne (1923), pide las islas para Turquía, no reconoce el derecho internacional en cuanto al petróleo y gas en el mar. Pero Grecia es miembro de la OTAN (como Turquía, hasta ahora) y de la Unión Europea. Difícil atacarla, por lo tanto, se le presiona sin agresión abierta: 4,627 incidentes aéreos en 2019 sobre las islas.

Queda la pequeñísima Armenia cuya existencia, Turquía no reconoce. Moscú reaccionaría peligrosamente en caso de agresión directa, pero Ankara sopla sobre el fuego del conflicto permanente entre Azerbaidzhán y Armenia, por el territorio de Atsakh (Nagorni Karabakh). Todo esto hace posible una crisis mayor en la región.

Historiador

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