El movimiento de rechazo a las vacunas es parte de una ofensiva contra la ciencia que incluye la negación del cambio climático y de los beneficios de los transgénicos. Hace dos años, Samuel Ponce de León analizó el movimiento contra la vacunación en su ensayo “La revuelta contra las vacunas” (Nexos, febrero 2018); hace un año, el 10 de febrero de 2019, Arnoldo Kraus publicó “Vacunar: autonomía versus sociedad” en esta sección de EL UNIVERSAL, afirmando, con toda razón, que “la autonomía puede ejercerse mientras no dañe a terceros. Si la acción, en este caso no vacunar, pone en riesgo a otras personas, la decisión debe ser cuestionada”. Concluía: “Vacunar es responsabilidad ética; es menester pensar si debiera ser una obligación jurídica. Los movimientos antivacunas carecen de sustento. No hay argumento científico que avale su ideario. Esos grupos están contaminados por fanatismos descabezados”.

Es cierto, pero no es fácil convencer a madres y padres de familia; no estoy pensando en las personas motivadas por convicciones religiosas, como los judíos ultraortodoxos de Nueva York cuyos niños son víctimas del sarampión; por la sencilla razón de que no puedo hablar con ellos. Estoy pensando en mexicanas y mexicanos de 30 a 40 años que tienen un alto nivel de educación y de bienestar económico –podrían ser mis hijos– y que rechazan la vacunación con argumentos semejantes a los adeptos del veganismo: ellos saben mejor lo que es bueno para sus hijos, la salud depende de una alimentación sana y de ejercicio físico, la vacuna es una agresión que va contra la naturaleza…

Tres libros recientes, publicados en inglés, nos pueden ayudar a dialogar con los adversarios de las vacunas: Jennifer Reich, Calling the Shots: Why Parents Reject Vaccines (New York University), Michael Kinch, Between Hope and Fear. A History of Vaccines (Pegasus) y Meredith Wadman, The Vaccine Race (Viking). Las vacunas han salvado decenas de millones de vidas. Con la asepsia y la anestesia, escribe Kinch, son una de las mayores hazañas de la medicina científica. “Es por lo tanto altamente preocupante que en las últimas décadas una minoría importante de gente en los países más ricos se haya opuesto a las vacunas. Este movimiento contra la vacunación incluso recibió el asentimiento de Trump. Para ser efectiva, una vacuna debe cubrir el 95% de la población. Si un pequeño grupo de parientes decide no vacunar a sus niños por un supuesto (generalmente inexistente) riesgo causado por la vacuna, ponen a un enorme grupo de niños en peligro de contagiarse”.

De un Donald Trump que niega la existencia del cambio climático, nada puede sorprender; pero me impresiona la credulidad de aquellos parientes de clase media y alta que siguen tragando las patrañas lanzadas hace más de veinte años por el médico inglés Andrew Wakefield –ahora totalmente desprestigiado– según las cuales la vacuna contra el sarampión y la rubeola causaba autismo. La leyenda sigue corriendo: ¿será una de las religiones de nuestro tiempo? Médicos, farmacéuticos, universidades y políticos deberían unir esfuerzos para derrotar a los seudoprofetas que ocupan las redes mal llamadas sociales. Parece que, en los Estados Unidos, sus ataques contra las vacunas han logrado vaciar al país de las firmas farmacéuticas que, como Pasteur o Glaxo, habían apostado por las vacunas. ¿Será por eso que nuestro país ha dejado de producir vacunas y que el mundo entero dependa de los laboratorios de la India? ¿Y que, por lo mismo, sufrimos periódicamente escasez y retraso en la existencia de vacunas?

De hecho, el historiador sabe que el miedo a la vacuna es tan antiguo como la vacuna misma y eso puede explicar la persistencia, incluso el crecimiento del movimiento que se traduce, en Europa y Estados Unidos, por el repunte de enfermedades prácticamente erradicadas: en 2016, la Unión Europea tuvo 5 mil casos de sarampión que subieron a 40 mil en 2018. ¡Cuánta razón tenía Goya al escribir “el sueño de la razón engendra monstruos”!


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