¿Quién no recuerda la emoción mundial, en gran parte turística, lo que no le quita sinceridad, que se manifestó al ver, en directo, en nuestras pantallas, el incendio de la venerable catedral de la Isla de la Ciudad, en el corazón histórico de París? Sin embargo, de aquel fatídico 15 de abril hasta la fecha han pasado siete meses durante los cuales muchos acontecimientos han dejado a un lado la famosa catedral. Así como la marcha de la vida nos obliga, no a olvidar a los muertos, sino a no pensar en ellos, así Notre Dame queda como una muerta hermosa.

Al instante del desastre, cuando la flecha y el tejado se derrumbaron en medio de las gigantescas llamaradas, el presidente Macron canceló el discurso previsto sobre el importante tema de los Chalecos Amarillos y tuiteó “el dolor de toda una nación”. Recibió llamadas de los más importantes jefes de estado, anunció una campaña para recaudar fondos y una reconstrucción en cinco años (para terminar antes de los Juegos Olímpicos de París, en 2024). Así son, así ordenan los jefes de Estado. Los expertos hablan de veinte a cuarenta años para terminar la restauración, la reconstrucción. En 24 horas cayeron promesas equivalentes a la donación de 800 millones de euros, unos 18 mil millones de pesos; los cuatro principales mecenas ofrecieron 600 millones. F.H. Pinault, el esposo de Salma Hayek, ofrece 100 millones y renuncia a la exención de impuestos por esta donación.

Hasta la fecha se entregó poco más del 15% de lo prometido, en gran parte por la falta de consenso, y por lo tanto de planes concretos, para la concepción de las obras. El Parlamento votó una ley “para la conservación y restauración de la catedral de Notre Dame”, una ley criticada porque da al gobierno la capacidad de decidir por decreto. La fase de protección, para asegurar, consolidar lo que no se destruyó, ha sido mucho más larga que prevista (por los políticos, impacientes siempre, como los nuestros, como los presidentes Macron y López Obrador) y durará todavía largos meses. Sigue, olvidado por los medios de información, el debate sobre cómo restaurar y con cuál material.

Otro tema olvidado no es el de los sueños, algunos extravagantes, en cuanto al porvenir de la catedral, sino el tema religioso. Ciertamente la catedral es un monumento nacional, visitado por millones de turistas, pero es también un edificio religioso, lugar de culto, algo que no mencionó el presidente Macron en su “Mensaje a la nación”. Había pensado en los “católicos”, el lunes en la noche, frente a la catedral en llamas, para olvidarlos en su mensaje posterior. El arzobispo de París tuvo que recordarle, sin tapujos, que la catedral había sido construida por la fe y para la fe de un pueblo cristiano y que, hasta la fecha, es un lugar cotidiano de “culto”, y no solamente de “cultura”; culto que hace de Notre Dame un lugar de vida, fiel a las intenciones de sus constructores, como santuario de “nuestra Señora, madre de Cristo”.

Cristianismo difunto y estético que hace del edificio un “must” del turismo mundial, como las pirámides de Egipto, otras hermosas muertas, contra el cristianismo vivo y ético, cristianismo de la fe y de la celebración. Hubiera podido decir también, algo que sabe el historiador, que, en Francia, hasta el siglo XIX, el cristianismo fue la religión de los pobres –y, en nuestro México hasta la fecha, tanto en su versión católica, como en su versión evangélica–. Por lo tanto, me parece que sería de justicia, en forma de compensación histórica, de obligación moral, que los millonarios del lujo, como los Arnault, dueño de LVMH; Pinault, del grupo Artémis; Bettancourt (la firma L’Oreal es todo un símbolo), financien la obra de restauración. Barbara Cassin dijo, con toda razón, que las catedrales eran “un lujo de los pobres”. Añadiría yo, las catedrales y casi todos los templos.

No hay mal que por bien no venga. Creo que el desastre archivó el proyecto más desastroso aún de hacer de la Isla de la Ciudad entera un “París al servicio de la fiesta, de los juegos, del turismo”.

Historiador

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