Los armenios, hace un siglo, los que sobrevivieron al genocidio de 1915- 1922, han sido expulsados de sus tierras ancestrales. Les queda una micro-Armenia que se salvó en el seno de la URSS. Un siglo después, el presidente turco considera que es un obstáculo a su proyecto de hegemonía regional y lo acaba de manifestar en la guerra del Alto Karabaj.

Turquía e Israel tienen en común su negación a reconocer que los armenios fueron víctimas del primer genocidio del siglo XX; por razones diferentes, ciertamente. Turquía, porque se considera heredera del imperio otomano responsable del crimen; Israel, porque piensa que la palabra “genocidio” se aplica exclusivamente al crimen nazi. Ambos Estados se equivocan. Rafael Lemkin, el hombre que acuñó el concepto de genocidio, lo hizo pensando en los armenios, antes que ocurriera la Shoah.

“Entre los cristianos de Oriente, los armenios son los únicos que pueden, por su ser y por su destino, establecer un paralelo perfecto, bíblico e histórico, con los judíos”. Eso dice Jean-Francois Colosimo, teólogo ortodoxo, autor del documental “Turquía, nación imposible” (2019). Armenios y judíos forman un pueblo, una lengua, una fe; armenios y judíos tienen un territorio, un Estado, una diáspora. Son los nietos de los que sobrevivieron a los genocidios que apuntaban a su total eliminación y, por lo tanto, su memoria es dolorosa y temen lo peor.

La posible desaparición del Alto Karabaj armenio remite a la amenaza de genocidio. Ese pequeño distrito, enclavado en Azerbaidzhan por la gracia de Stalin, es armenio desde la más alta antigüedad, y cristiano desde el siglo IV, como lo manifiestan los cientos de conventos, templos y oratorios que la UNESCO considera como patrimonio de la humanidad. El presidente ruso paró la guerra y salvó a los armenios de un desastre mayor, pero el futuro del enclave está por definirse y nadie puede esperar mucha generosidad por parte del vencedor azerí.

Frente a la participación decisiva de Turquía en la guerra, ni los Estados Unidos, ni la Unión Europea se han movido. Solamente Rusia. Colosimo tiene razón al preguntar, de manera provocadora: “¿Cómo hubiera reaccionado la conciencia universal en el caso, impensable, claro, de una Alemania mandando drones y mercenarios para apoyar una hipotética yihad final contra Israel?”. Pues sí. Erdogan ha manifestado la impotencia política de la OTAN, alianza de la cual es miembro, alianza que mina desde adentro. Ha incursionado en una región que Moscú considera como su “patio trasero”; aprovechó las dificultades de Putin, preocupado por la situación en el Donbass (los distritos separatistas de Ucrania), en Bielorrusia donde no quiere que el déspota Lukashenko sea desplazado por una revolución de terciopelo. ¡Bien jugado, presidente Erdogan! Lo único que el mundo ofrece a los armenios son condolencias y pésame.

La tregua que impuso Vladimir Putin no es la paz y el presidente azerí, el déspota Aliyev, se vanagloria: “corrimos a los armenios como perros”. “Perro”, es el peor insulto que se le puede hacer a un hombre, peor que la palabra “kafir” (que ha dado “cafre” en español, y que significa “infiel”, “no creyente”). “Y no les permitiremos volver”, prosiguió Aliyev. No es de buen agüero que digamos. La guerra del Alto Karabaj opuso Armenia, una nación democrática, transformada por una “revolución de terciopelo” en 2018, a dos regímenes autoritarios, Turquía y Azerbaidzhan. Marcel Proust, sí, el escritor, tomó la defensa de los armenios en su Jean Santeuil, cuando hace decir al diputado Couzon: “La vida, especialmente la vida política, es una lucha, y como los malos están armados de mil maneras, el deber de los justos es armarse también, para no dejar perecer la justicia”.

Historiador