Hace muchos años conocí un país pacífico, próspero, encantador: Libia. Empezaba la presidencia de un joven oficial admirador del gran dirigente del vecino Egipto, Gamal Abdel Nasser. Las compañías petroleras le dieron una expansión formidable a “los veneros del diablo” y esto le subió a la cabeza del joven Kadafi que, muerto su ídolo Nasser, soñó con un destino continental. Vuelto todo un dictador, le hacía a Europa el favor de bloquear la corriente migratoria africana. En el marco de la primavera árabe, nacida en la vecina Túnez, unas oscuras maniobras de ciertos gobiernos europeos, hasta ahora no elucidadas, llevaron de hecho a una intervención militar directa, a la derrota y asesinato de Kadafi. Desde aquel entonces, Libia no ha conocido la paz y sufre todas las calamidades de la guerra civil y de las intervenciones extranjeras.

De hecho, invadida en 1911 por los italianos que se quedaron hasta su derrota militar en la Segunda Guerra Mundial, ha sido independiente y unificada como Libia solamente de 1950 hasta 2011. Antes de 1911, dividida en varias provincias, formaba parte del imperio otomano; parece que la historia va de reversa, para mal: las viejas divisiones histórico-geográficas han vuelto a manifestarse, Oeste que mira hacia Túnez, Este orientado hacia Egipto, y el Sur del desierto y de los “veneros del diablo”. No sólo eso, sino que los turcos han regresado 109 años después de su derrota. El hombre fuerte de Turquía, “el sultán” Erdogan no disimuló nunca su deseo, no de resucitar al difunto imperio otomano, sino de ejercer en el mismo espacio imperial una influencia de gran potencia. Un sueño paralelo al del “zar” Putin que no trabaja en resucitar la URSS, sino en hacer del antiguo espacio soviético el patio trasero de Rusia.

¡Qué casualidad! El sultán y el zar, cuyos antecesores guerrearon durante siglos, se enfrentan en las antiguas provincias otomanas del Medio Oriente y de África del Norte. En Libia occidental, a veces llamada Tripolitana, los mercenarios sirios y sus oficiales turcos salvaron al gobierno de Unidad Nacional, reconocido por la ONU, cuando el enemigo estaba a punto de tomar la capital sede del gobierno, Trípoli. ¿Cuál enemigo? Mercenarios rusos y sudaneses, enviados por Moscú, para apoyar al militar rebelde, dueño del Oriente, el “mariscal” Haftar, un viejo zorro de 76 años, apoyado por los Emiratos Árabes y por Egipto. La retirada de los agresores desató un sinfín de declaraciones extranjeras.

El Pentágono le reclamó a Moscú su intervención y la OTAN manifestó su preocupación por una eventual presencia permanente rusa en Libia, amenazando directamente el flanco sur de la Alianza. Las bases navales y aéreas rusas en Siria ya eran motivo de inquietud… Al presidente Trump no le preocupan estos asuntos y él mantiene una extraña indulgencia para con su colega Putin. No ha reaccionado a las informaciones según las cuales, en Afganistán, Moscú ha pagado para que maten a soldados americanos.

A fines de junio, cuando el gobierno de Trípoli manifestaba su intención de pasar a la ofensiva, Egipto anunció que intervendría militarmente; al otro día, el presidente tunecino viajó a París para manifestar que Túnez no puede aceptar ni la partición de Libia, ni un condominio turco-ruso; el presidente Macron denunció el “juego peligroso” de Turquía, lo que le valió la advertencia inmediata de Erdogan: “Es Francia que juega un juego peligroso”. Prudente, la Liga Árabe afirmó que no hay solución militar y que deben cesar todas las intervenciones extranjeras. Macron subió el tono al condenar “la criminal intervención militar de Turquía; Erdogan lo acusó de apoyar a un militar golpista y de aumentar la presencia rusa en Libia.

El único discurso sensato fue el que improvisó el Papa durante su bendición semanal: pidió a los líderes libios sentarse para buscar una solución política y a la comunidad internacional tomar en serio la tragedia de los migrantes atrapados en Libia. A la hora de devolver Santa Sofía al islam, Erdogan declaró que esto era el inicio del “resurgimiento del islam desde Bujara hasta Al-Andalús y la liberación de la mezquita Al-Aqsa en Jerusalén”.


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