Se grabó en mi memoria, el 5 de marzo de 1953, cuando cumplía once años. Hace unos días tuve la suerte de ver la última película de Andreï Konchalovsky, Queridos camaradas, (2020, espero que gane un Oscar), sobre el Tlatelolco soviético, matanza perpetrada en Novocherkask, en 1962, contra los obreros que se habían lanzado a la huelga en el paraíso socialista. La heroína exclama: “De vivir Stalin, eso no hubiera ocurrido”. Comenté la película a Arturo Ripstein, amigo y colega de los hermanos Konchalovsky, y me dijo después de ver el documental de Serguei Loznitsa, Funeral (de Stalin, 2019). Tantas coincidencias, cuando se acerca el 5 de marzo de 2021, me empujan a contar lo que sigue.

En aquella mañana glacial de marzo de 1953, cuando entré al patio del liceo de Aix-en-Provence, mi amigo Paul Desorgues, interno porque su familia campesina vivía a cuarenta kilómetros de la ciudad, se me abalanzó para decirme: “¿Conoces la noticia? Stalin murió, los compañeros lo escucharon en su radio de galena”.

Stalin, el admirado, el adorado “Padrecito de los pueblos”… Padrecito, batiushka, nombre reservado al zar ortodoxo y autócrata… Stalin, en los últimos meses de su vida, se aisló más que nunca, hasta dejó de ver a sus hijos, Svetlana y Vasíli; Yacob había muerto, prisionero de guerra, en un campo alemán, porque su padre, tal héroe romano, se había negado a canjearlo contra muchos presos alemanes. Alejó a sus muy fieles Mikoyán, Molotov, Voroshilov y se quedó con la sola compañía de Beria, Malenkov y Jrushchov, durante interminables cenas envenenadas por la recíproca desconfianza. Su hijo, Vasíli, simpático borracho, después de su muerte, pasó unos meses en la cárcel porque andaba gritando por todos lados que su padre había sido envenenado.

No se puede descartar totalmente la hipótesis de un envenenamiento preventivo por parte de Beria, pero lo más probable es que hubo “no asistencia a una persona en peligro”: cuando se decidió abrir la puerta, horas después del despertar acostumbrado del Patrón, encontraron a Stalin en el piso. El primer médico llegó doce horas después de la embolia. Demasiado tarde.

Y de repente, el 5 de marzo de 1953 “el corazón de Iosif Viarionovich Stalin dejó de latir”. Así empieza el documental de Serguei Loznitsa, con la lectura, en toda la inmensa Unión Soviética del mensaje del Comité central del PCUS. En la pantalla, uno ve a la gente reunida, de pie, en la ribera del mar, en las estepas, la nieve, la montaña, el bosque, los astilleros, las fábricas, gente de todas las numerosas etnias de la URSS, consternada, petrificada, gente que cae de rodillas, mujeres que lloran. En muchas escuelas, los maestros y los niños se arrodillan, el director que lee el comunicado no puede parar su llanto. Mucha gente sufre ataques de histeria y, se dice, que, hasta en los campos de “reeducación por el trabajo”, en el GULAG, no faltaron las lágrimas. Sin embargo, detrás de los mismos alambres de púas, los presos, los zek, se pasaban el mensaje en voz baja: “reventó, reventó”.

Millones desfilaron para saludar al difunto inmortal en la Casa de los Sindicatos, en Moscú. Cinco millones si no es que más, reportó el embajador de México. El joven poeta Evgueni Evtuchenko lloró como muchos; me contó, en 1969, en Yucatán, que el torrente humano era tal que muchos murieron aplastados, asfixiados. Que él se salvó por ser muy alto, que las personas más pequeñas se caían, sofocadas, antes de ser pisoteadas a muerte. “Nos encontramos atrapados en una ratonera. Los camiones militares formaban un embudo y la ola humana chocaba contra ellos con la fuerza de una avalancha”. Oficialmente, hubo 1,500 muertos. Sacrificio humano digno de Huichilobos, digno del inmortal Stalin.

Historiador.