En el libro que tiene tal título, Vincent Martigny (París, 2019) nos advierte que “una sociedad que da todos los poderes a un hombre, esperando que la salve, es inmadura y desconectada de la realidad”. Boris Johnson, Bolsonaro, Trump, han demostrado lo costoso que puede ser el voto cuando busca desesperadamente un salvador, un monarca. “Monarca”, del griego “monos”, único, y “arxo”, reinar. Don Daniel (Cosío Villegas) decía, en tiempos de la “dictadura perfecta” del PRI, que el presidente era un monarca absoluto sexenal. Nuestra Transformación parece seguir el movimiento de los planetas en sus orbes celestiales, según el sentido astronómico de la palabra “revolución”, es decir, regreso al punto de salida. Viajamos en el tiempo y, cuando despertamos, el dinosaurio seguía aquí.

En una verdadera democracia política es difícil contestar a la pregunta ¿Quién manda aquí? El poder, en democracia, está en todas partes y en ningún sitio, limitado y autolimitado, oficial y extraoficial; finalmente, caótico, inestable, y, por lo mismo, siempre en tránsito. Tránsito que se llama alternancia. El resultado es que no hay “dueño” del poder, el poder no pertenece a nadie, ni a los que lo ejercen, no puede ser monopolizado ni conservado para siempre. Tan extraña situación se debe a la diversidad de opiniones, diversidad aceptada o tolerada por lo menos, a la existencia de contrapoderes y organismos autónomos, de una opinión pública capaz de criticar, advertir, y sancionar a la hora del voto. Sin correr el riesgo de ser denunciada, sancionada, amordazada.

Daniel Innerarity define la democracia como “una forma de organización política de la sociedad en la cual el conflicto no es nunca definitivamente reabsorbido en la unidad de una voluntad común”. Eso es desesperante para los que no soportan el conflicto y consideran que la sociedad debe ser una gran familia orgánica y armoniosa, sin pleitos. Una vez llegado al poder, es impensable perderlo porque sería volver al conflicto. Fidel Castro, cuando declaró que las elecciones sobraban en Cuba porque la revolución había triunfado, cuando hablaba de “libertades burguesas”, no estaba muy alejado de Salvador Abascal, el gran líder sinarquista mexicano, que decía, en 1940, que estaba en contra de las elecciones y de los partidos, “porque los partidos parten la gran familia mexicana (…) el Sinarquismo no es partido, sino Unión”. El deseo revolucionario, de derecha como de izquierda, es un deseo terriblemente simplificador que no admite ni crítica, ni diálogo, porque el pluralismo de opiniones es una amenaza mortal para la tranquilidad. No puede imaginar un poder que no sea absoluto.

“Cuando la tolerancia recíproca existe, reconocemos a nuestros rivales como ciudadanos leales que aman a nuestro país tanto como nosotros”, dicen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su Cómo mueren las democracias. Cuando no existe, ocurren efectos en cascada que pueden acabar con la democracia política. La segunda condición, no escrita, para que prospere es la “autocontención de sus líderes”, a saber, que no usen todas las facultades que les concede la ley. Dicen los autores que, con un adversario se negocia, se compite, mientras que contra el enemigo todos los recursos son válidos. Cuando publicaron su libro, Andrés Manuel López Obrador estaba en campaña permanente, pero faltaban todavía meses para su triunfo electoral de julio de 2018. Ahora, casi tres años después de su victoria, vivimos en un sistema muy polarizado. Los sistemas polarizados no tienen que terminar en dictaduras, pero les ha pasado varias veces en Europa y en América Latina, porque provocan una recesión democrática que exalta la fe en un líder carismático: “Yo soy el líder, dame tu confianza, lo transformaré y arreglaré todo”.

Historiador.

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