Hace exactamente veinte años, el 13 de diciembre, nos dejó Luis González, “Don Luis”, mago no de Oz, sino de San José de Gracia, Michoacán, su pueblo querido que inmortalizó en su famoso y premiado libro Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia. Tuve la suerte de conocerlo cuando tenía 40 años y dirigía el Centro de Estudios Históricos en El Colegio de México. Puso el pie en el estribo del joven e ignorante historiador que lo está evocando ahora y lo sigue extrañando, a él, y también a su media naranja, Armida de la Vara, poeta y escritora sonorense. Armida nació en un pueblo, también llamado San José; San José Opodepe, de la nación ópata. Además de ser su inseparable compañera y de darle seis hermosas y hermosos hijos, de ganar premios por su poesía y su novela La Creciente, fue ella que corregía y pasaba en limpio los textos que Luis escribía a mano.

En 1966, cuando le tocó un año sabático, Luis González sorprendió a sus colegas al decidir instalarse en su pueblo con toda la familia. ¡Cómo! No es posible, un año sabático se pasa fuera del país, en una universidad famosa, ligada al Colegio de México, como Harvard, Austin, Chicago o Berkeley, le reclamaron sus colegas. “¿Y qué vas a hacer en ese fin del mundo?”. De nuevo se asombraron cuando presentó a las autoridades de El Colegio de México su proyecto de escribir una “Historia universal de San José de Gracia. ¡Una investigación de historia local! Casi sin archivos, a base de entrevistas, mejor dicho, de conversaciones y largas pláticas con sus parientes, amigos, vecinos, con los ancianos memoriosos, como su padre, don Luis. Me invitó a pasar con mi pequeña familia las largas vacaciones de invierno en San José; aún seguía el antiguo calendario escolar que no tardaría en pasar a las vacaciones de verano.

Ahí lo vi y escuché trabajar. Aprendí mucho con él de mentor en su pueblo que había sido tan colectivamente cristero que el general J.B. Domínguez lo mandó incendiar, después de apreciar que “hasta los perros son cristeros. En este pueblo no podemos quedarnos, porque el agua y el aire son cristeros y nos van a envenenar”. Luis se sentaba a escribir a mano en el palomar de la gran casa de sus padres, don Luis y doña Josefina; cuando terminaba un capítulo, o algunas páginas, se reunía en la plaza con algunos ancianos, informantes y testigos, y les leía en voz alta su texto. Escuchaba y tomaba cuidadosamente en cuenta sus observaciones, críticas, complementos de informaciones para mejorar el texto. La versión final pasaba a manos de la eficiente correctora de estilo y editora: Armida.

Al terminar el año sabático, Luis González presentó el resultado a un seminario selecto en El Colegio de México. Escrito en un estilo muy personal, algo coloquial, en un tono bastante divertido, el texto resultó muy criticado, más el estilo que el fondo, por todos los asistentes, menos dos, don Daniel Cosío Villegas y Antonio Alatorre, “el brujo de Autlán”, le aconsejaron no hacer caso y no cambiar nada. De todos modos, no hubiera cambiado nada y ¡qué bueno! (por cierto, esa era su exclamación favorita) porque el éxito nacional e internacional del libro demuestra, hasta la fecha, que Luis había ganado la apuesta. Traducido al francés y al inglés, Pueblo en vilo resultó un manifiesto a favor de la historia local, regional, antropológica y oral. Hasta el famoso historiador italiano Carlo Ginzburg se declaró su discípulo.

Pero el libro no es solamente la historia de un pueblo microscópico, es la historia de México en una nuez, lejos de la visión centralista dominante y del pensamiento oficial. Inspiró y sigue inspirando a muchos historiadores y antropólogos, pero nadie pudo, por más esfuerzos que hiciera, imitar el estilo muy personal de don Luis; don Luis cuando fundó, en 1979, El Colegio de Michoacán en Zamora, fabulosa y exitosa iniciativa de descentralización académica. ¡Qué bueno!

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