El país apenas se estaba reponiendo de los desastres de la agresión estadounidense, apenas se estaban retirando las últimas tropas de ocupación, apenas repuntaba alguna prosperidad,

“Cuando ya el cólera morbus / de las Orientales Indias / que el Arcángel de la Muerte / desencadenado había / aquí clavaba sus garras / y ensangrentaba sus iras.

Quién pensó tener consuelo / mal tras mal le combatía / un mes hubo y otro mes / que el azote proseguía / y vino lloro tras lloro / sin haber descanso un día.

El grito de estas angustias / sobre los cielos subía / todos sus ojos llorando / todos a Dios se acogían / y los ministros de Dios / –entre la muerte, la vida– / llevaban los Óleos Santos / los pecados absolvían / y el viático para el viaje / daban a los que partían.

Muerte en todos los hogares / y muerte en todas las vías / muerte a la aurora, a la noche / muerte, y muerte al mediodía.

¡Si hasta las aguas del Duero / llantos largos parecían / y Zamora semejaba / a Troya cuando se ardía!”

Hace treinta años conté 1,150 actas de defunciones causadas por la pandemia aquella, la segunda gran ola de cólera, la de 1832-1852. Zamora tenía unos 7,000 habitantes poco antes del desastre. Contabilicé la misma proporción de muertes en la ciudad de Tepic.

Un zamorano extraordinario, don Francisco García Urbizu, filmó en 1922, quizá inspirado por el reciente flagelo de la gripe española, la película “El Cólera”. La rodó en Zamora, con puros zamoranos; y escribió un drama sobre el mismo asunto. Imposible localizar la película y el drama, pero dejó un relato, “La jura del Patronato: el milagro”. Cuenta como, a finales de enero de 1850, la tropa introdujo el cólera en la ciudad. El primer muerto fue el soldado Francisco Rodríguez, que el Padre Villavicencio alcanzó a confesar. En seguida la epidemia cundió a gran velocidad. “Para facilitar la recepción de los auxilios ponían en las casas banderas blancas y negras: las primeras pedían al sacerdote y al doctor; las segundas solicitaban al sepulturero. Unas y otras se multiplicaban día a día… La botica del Refugio, única en la ciudad, tenía abierta de día y noche sus puertas; los clientes aventaban el dinero en el entarimado y corrían con los medicamentos a sus casas”. Cuando se acabó la medicina, los dos boticarios recetaron puros cocimientos de fresno y otras yerbas. De hecho, los medicamentos poco servían y los médicos, los pocos que había, multiplicaban inútilmente sus esfuerzos. Los sacerdotes tampoco desertaron. Eso sí, mucha gente huyó a los ranchos, propagando el cólera: lo llevaron a Chavinda y el modesto pueblo tuvo 450 muertos.

A principios de marzo, la plaga cumplía cuarenta días: escuelas cerradas, comercio muerto, hambre amenazadora… El cura ideó un santo remedio “poniéndonos en las manos de Dios y de su augusta Madre”. Se propusieron varios nombres de santos y el de la Virgen Inmaculada. Se hizo, el 8 de marzo, en solemne y pública ceremonia, el sorteo: un niño sacó la boleta de la Inmaculada; se repitió una y o tra vez el sorteo: las tres veces, la Inmaculada. La multitud gritó: ¡Sálvanos Madre santísima que perecemos! Campanas echadas a vuelo, cohetes tronando, músicas desatadas, Zamora tenía celestial Patrona. “Y Zamora recobró / la faz de sus viejos días / serenos, claros, dichosos / en que Dios le sonreía”. El poema es de Alfonso Méndez Plancarte, “Romance viejo de la que ganó a Zamora en una hora”.

“El terrible viajero del Ganges, derrotado por la Virgen, se alejó del suelo zamorano, y el 8 de marzo de 1850 quedó grabado en letras áureas en la historia de la ciudad”, escribió don Francisco. La ciudad levantó, en agradecimiento, el templo de la Purísima, en el centro de la ciudad. Cada año, el 8 de marzo, los zamoranos le hacen gran fiesta a la Inmaculada, para cumplir el voto de los antepasados. Al leer, hace muchos años, la placa de bronce en la pared del templo que explica el porqué de su edificación, tuve la curiosidad de hacer esa pequeña investigación. Los presentes tiempos virales me refrescaron la memoria, de modo que quise compartirles un happy end.



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