En uno de sus poemas, Andrei Biely escribió: Al fondo de los destinos sordos de las tierras y de los años, A lo largo de los siglos, que estalle y repique la buena nueva: ¡Cristo ha resucitado! Eso fue, eso será, eso es.

Cambiemos el último verso para celebrar la Navidad, como lo hicieron otros grandes poetas rusos, entre ellos Alejandro Pushkin y Boris Pasternak; como lo hizo y lo hace nuestro pueblo a lo largo de los siglos. De chico cantaba yo: “Nació ya el divino niño, cantemos todos alegres ese tiempo feliz; hace más de cuatro mil años que nos lo anunciaban los profetas, etc”.

Gran novedad histórica, pensaron los reyes magos al seguir la estrella; gran novedad histórica, siguen pensando los ateos y los agnósticos frente al cristianismo, ese cristianismo que Marx consideraba como la forma insuperable, última de religión. La novedad es uno de los signos distintivos de la Buena Nueva de Jesús, ya no el divino niño, sino el que le dirá a Juan, en la isla de Patmos: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). Habla de vino “nuevo” y de un mandamiento “nuevo” y de una “nueva alianza”. Si el cristianismo nos parece hoy tan familiar, tan aburrido, es que nos hemos alejado mucho del espíritu de la Iglesia apostólica, perdiendo la alegría, su dimensión fundamental.

Federico Nietzsche tiene toda la razón al increparnos, al retarnos diciendo que los cristianos viven sin alegría. El sacerdote ortodoxo Alejandro Schmemann recuerda que, desde su nacimiento, el cristianismo ha sido proclamación de alegría. “Sin la proclamación de esa alegría, el cristianismo es incomprensible. Es solamente como alegría que el cristianismo ha triunfado en el mundo, y perdió el mundo cuando perdió la alegría, cuando dejó de ser su testigo. De todas las acusaciones lanzadas contra los cristianos, la más terrible ha sido lanzada por Nietzsche… “Os traigo una buena nueva, una gran alegría que es para todo el pueblo”, así empieza el Evangelio, y termina así: “Ellos se prostraron ante Él y se volvieron a Jerusalén llenos de una gran alegría” (Lucas 2:10 y 24:52)”.

A la hora de la pandemia que aflige al mundo entero, la Navidad es un símbolo de esperanza, un momento de alegría que nos puede llevar a reflexiones sin fin sobre el nacimiento en un pesebre, en una fría noche de invierno, cuando nadie quiso recibir a los peregrinos, a la joven embarazada que estaba a punto de dar a luz. Pobreza, sencillez, frío templado por la respiración y el calor de dos animales. Sacrificio y amor… Bien dijo el rey David, antepasado legendario de Jesús: “No quiero ofrecer al Señor mi Dios sacrificios que no me cuestan nada”. ¿Estamos dispuestos a ofrecer sacrificios para el bien común? Ciertamente el bien común no es una divinidad, pero implica algo de ascetismo y bastante amor.

Que se me permita brincar a un tema que puede parecer demasiado alejado y que no lo es tanto. Cuenta el obispo Kallistos Ware, profesor emérito de la universidad de Oxford que, cuando era todavía diácono, escuchó al maestro decirles: “¿Saben ustedes que Dios nos dio un mandamiento de más, que no se encuentra en las Escrituras? Es el mandamiento de amar a los árboles. Cuando uno planta un árbol, planta esperanza, paz, amor y recibe la bendición de Dios”. Eso, en los años 1960 en el monasterio de San Juan en Patmos. Daba como penitencia a los campesinos que se confesaban con él, la siembra de un árbol. Luego, daba la vuelta a la isla para ver no sólo si habían cumplido, si regaban su penitencia, si la cuidaban de las cabras. Su enseñanza y su ejemplo transformaron la isla: pelona, seca, nada fértil, está ahora cubierta de bosques tupidos de pinos y eucaliptos. Aunque sea un poco tarde les digo: ¡Felices Pascuas de Navidad!

Historiador.

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