En junio de 2019, un día después de que su hijo Norberto Ronquillo fuera encontrado sin vida tras ser secuestrado, tuve la oportunidad de entrevistar a Norelia Hernández. En su momento, el asesinato del joven de 22 años había conmocionado a la sociedad, y mantuvo una extensa cobertura mediática.

“Estamos fallando como padres y como sociedad. Nos faltan muchos valores y no estamos haciendo nuestra tarea; no estamos inculcando el amor y el servicio”, dijo Norelia, una víctima de la violencia, y rostro de una sociedad fracturada y dañada por las crecientes cifras de inseguridad en el país.

Sin embargo, el testimonio de Norelia cautivó a la sociedad por mostrarse como una mujer de fe, ajena a las quejas y el repudio que suelen generar estos casos. Recuerdo que al finalizar la entrevista, realizada para la publicación Desde la fe, de la Arquidiócesis Primada de México, dijo: “Quiero creer que todo esto pasó para algo, para que suceda algo. No sé que va a suceder, pero tiene que suceder”.

Han pasado ocho meses, y casos como el de Norelia emergen con regularidad. En los últimos días, los más mediáticos han sido sin duda los de Ingrid Escamilla y la niña Fátima, pero seguramente habrá más que no han tenido eco en la opinión pública, pero que igual lastiman en las comunidades donde ocurren.

Es evidente una fractura en el tejido social y una pérdida de la dignidad humana, tan profunda, que nuestra memoria de hechos violentos pareciera que cada vez tiene un plazo más corto, y que de alguna forma nos acecha por la cercanía con la que conocemos de ellos.

Defender y promover la dignidad no es una postura victoriosa ni es tema de quien se siente un caudillo; es el anhelo humilde de construir y aportar positivamente; y quienes conformamos la Iglesia tenemos el deber de aportar dones y talentos para que cada persona sea bien respetada, pues cada persona vale y posee una dignidad espiritual, aun aquellos que no creen tenerla.

Quien piensa que la Iglesia es la jerarquía o los sacerdotes, religiosos y movimientos de laicos, sigue teniendo una visión corta y pobre: la Iglesia somos todos los bautizados.

Y es sano puntualizar que, como Iglesia, nos hemos quedado lejos de algunas problemáticas actuales, pues el ritmo social avanza rápido y requiere un acompañamiento más cercano.

De ahí que uno de los grandes retos es fortalecer los vínculos con la sociedad, sanar el déficit en la comunicación y colaborar en todo lo noble y justo, lo conveniente y ordinario, de modo que lo urgente y excepcional también pueda ser bien atendido.

Hay una distancia que acortar entre la Iglesia —jerarquía y laicos— y la sociedad en general, en orden de sumar esfuerzos y hacer efectiva nuestra búsqueda de la paz y del bien común.

No lo comenté antes, pero me gustaría agregar que la entrevista con Norelia Hernández ocurrió luego de que ella acudiera a la Basílica de Guadalupe a dar gracias por haber encontrado a su hijo, pues temía la incertidumbre que viven muchos padres que aún no conocen el paradero de sus hijos.

Ahí, ante nuestra cámara, pidió a quienes conformamos la Iglesia rezar, pero no por ella ni por su hijo, sino por los “corazones lastimados”. Son ellos a los que debemos atender, ahí es donde la Iglesia debe tener presencia, donde sigue buscando los modos de llegar y transformar. Ahí es donde gobierno y sociedad hemos de sumar esfuerzos y asumir un compromiso de acción auténtico.


Director de Comunicación de la Arquidiócesis Primada
de México. javier@arquidiocesismexico.org

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