Desde hace unos días hemos sido bombardeados de malas noticias. A nivel nacional e internacional, la violencia, la muerte y la tragedia han acaparado los titulares de los medios de comunicación y las conversaciones privadas. Sin contar que durante más de un año y medio hemos sabido de millones de defunciones y conocido el sufrimiento de incontables personas contagiadas, las noticias difíciles nos siguen sorprendiendo y conmoviendo.

Ante la sobresaturación de información, corremos el riesgo de pensar que estas realidades forman parte de nuestra normalidad y, por lo tanto, “poco se puede hacer”. Una actitud común ante la miseria ajena parece ser la resignación.

En una homilía pronunciada en la Capilla de Santa Marta en marzo del año pasado, el Papa Francisco reflexionó sobre lo que él llamó “el abismo de la indiferencia” y el riesgo de no dejarnos conmover por la tragedia ajena.

“(Es) el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. El drama de la información que no baja hasta el corazón. Todos sabemos, porque lo hemos seguido en los noticiarios o lo hemos visto en los periódicos, cuántos niños pasan hambre hoy en el mundo; cuántos niños no tienen las medicinas necesarias (...) ‘Ay, pobrecillos…’. Y continuamos. La verdadera indiferencia es este drama de estar bien informados, pero no sentir la realidad de los demás”, dijo el Papa.

Entonces, ¿cuál es la mejor forma de procesar las malas noticias? ¿Cómo lograr que, como dice el Papa, esa información nos llegue también al corazón? El primer paso es recordar que quienes pierden su hogar en un terremoto, una explosión o enfrentan la incertidumbre de la guerra, son personas y no estadísticas.

El segundo paso es entender el contexto de las personas que protagonizan estas tragedias. A veces, desde el dispositivo desde el cual leemos la noticia, parece sencillo asignar culpas y responsabilidades, como en un accidente vial. Sin embargo, el ver más allá de los juicios nos puede ayudar a comprender la realidad y la necesidad del otro.

Un tercer paso es no acostumbrarnos a la desgracia como consumo mediático. El padre Juan Jesús Priego, vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, en un estupendo artículo titulado Tiempos de monstruos, nos advierte sobre cómo, conforme nos vamos acostumbrando a los espectáculos más grotescos y a las escenas más asquerosas, vamos perdiendo –especialmente los jóvenes– el sentido del horror, hasta llegar a un punto donde ya nada nos espanta. "Y cuando ya nada sea capaz de indignarnos –dice– entonces sí que habrá muchas razones para echarnos a temblar…”.

El cuarto paso es quizá el más importante. ¿Qué hacemos al respecto? ¿Hay alguna forma en la que podamos ayudar desde nuestra realidad? Sí, no perdiendo la sensibilidad. No permitiendo que las “malas noticias” minimicen nuestra capacidad de sentir, de empatizar, de compadecer. Pero, sobre todo, trabajando para que esas malas noticias nos muevan a tomar acciones solidarias hacia los demás, hacia los damnificados o accidentados, uniendo familias desplazadas, asistiendo a los desamparados, apoyando a reactivar las economías locales, velando por los huérfanos, acogiendo a los migrantes dando trabajo a los desempleados... en fin, buscando la paz del otro.

Director de Comunicación de la Arquidiócesis Primada de México.
Contacto: @jlabastida

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