Imagine usted que hoy recibe un oficio firmado por su jefe en el que, en menos de una cuartilla, escrito en el peor abogañol y sin dar una sola razón, le informa que en menos de una semana deberá trasladarse a trabajar a otra ciudad, en otro estado y a más de tres horas de distancia. En menos de siete días tendría que hacerlo todo: separarse de su pareja, dejar a sus hijos, buscar un nuevo hogar, instalarse, abandonar de golpe toda su vida en la ciudad. Debe hacer todo eso o perderá su empleo de toda la vida.

Parece una pesadilla, pero . El pasado 12 de noviembre, el flamante Órgano de Administración Judicial (OAJ) —una de las creaturas institucionales de la reforma judicial— le ordenó abandonar su tribunal colegiado de circuito en la Ciudad de México para irse a Chilpancingo, Guerrero. Le dieron menos de una semana —seis días, para ser precisos— para dejar atrás toda su vida e instalarse en otro estado.

El oficio, suscrito por Filiberto Ibáñez Juárez, secretario ejecutivo de la Comisión de Adscripción, revela una paradoja del tamaño de una catedral. En el documento en el que se comunica la decisión del Pleno del órgano, no se expone una sola razón que justifique la nueva adscripción. Vaya contradicción: si el poder judicial está llamado a ser la casa de la razón, el órgano encargado de administrarlo debería conducirse a golpe de razones y justificaciones. Pero el oficio es un desierto argumentativo. No ofrece nada. Ni una línea de justificación. Es arbitrariedad pura y dura. Y es que la arbitrariedad, por definición, es la ausencia de razones.

Es difícil, además, no leer esta decisión como un acto de represalia. Porque sucede que la magistrada Molina ha sido una de las voces más lúcidas y críticas frente a la reforma judicial. Cuando muchos aún dudaban de la profundidad del desastre, cuando algunos repetían el cuento de que el oficialismo —o la presidenta Sheinbaum— corregiría el rumbo, la magistrada Molina ya advertía los riesgos que hoy se han materializado con brutal claridad. Lo dijo desde el principio —y el tiempo le dio la razón—.

Tampoco se dejó seducir por quienes intentaron comprar silencio a cambio de supuestos cargos en el “nuevo” poder judicial. No formó parte del grupo de juzgadores de carrera a quienes se les prometió aparecer primero en las boletas y luego en los acordeones, solo para descubrir —con la frialdad de los resultados electorales— que todo era un engaño. Un engaño más de esa farsa llamada reforma judicial. Y es que, como todos vimos, los cargos ya estaban repartidos entre los verdaderos agentes de Morena, como Lenia Batres o María Estela Ríos.

La magistrada Molina eligió, en cambio, el camino de la dignidad y la resistencia. Aceptó dar la batalla desde todas las trincheras, incluso las institucionales. Junto con Wilfrido Castañón León, Mónica González Contró, Emma Meza Fonseca y Luis Enrique Pereda Trejo integró el comité de evaluación encargado de seleccionar las candidaturas que competirían en la elección judicial.

Fueron el único comité que actuó con seriedad. Establecieron, por ejemplo, algo elemental —pero que ninguno de los otros comités controlados por Morena hizo—: un examen de conocimientos. Lo mínimo: verificar que quienes aspiraban a juzgar supieran derecho. Intentaron hacer su trabajo, hasta que el les ordenó, de forma grotesca, violar suspensiones de amparo. Frente a semejante atropello, tomaron la única decisión moralmente decente y jurídicamente viable: renunciar.

La magistrada Molina no se detuvo. Siguió dando la batalla en todos los frentes: escribiendo en medios, participando en foros académicos, publicando en redes sociales. Todo eso mientras cumplía con su labor jurisdiccional, incluso cuando su tribunal cambió de integración tras la elección.

Y hoy, muy probablemente, seguiría cumpliendo con su deber. Pero la represalia del Órgano de Administración Judicial —sumada a circunstancias personales— no le dejó otra salida que la renuncia. Como lo dijo públicamente: “”.

El caso de la magistrada Molina es una tragedia personal y una arbitrariedad flagrante. Pero lo más grave es que no es un caso aislado. El OAJ, el único órgano de la reforma que no fue elegido por voto popular, nació torcido. No se nombró conforme a los tiempos constitucionales. Convenientemente, los operadores del oficialismo retrasaron su integración hasta la llegada de la nueva Corte, para garantizar que también ahí tendrían el control absoluto.

Y lo que inició mal ha seguido peor. En su actuación, el OAJ —integrado por Néstor Vargas Solano, Surit Berenice Romero Domínguez, Josefina Pérez Romo, Catalina Ramírez Hernández y Alberto Gallegos Ramírez— se ha empeñado en tomar decisiones que erosionan la independencia judicial y sirven a los intereses del gobierno.

Hoy hay decenas de juzgadores que fueron destituidos de facto por la reforma —recortándoles sus nombramientos y ofreciéndoles la falsa opción de competir en la elección—, quienes ni siquiera han recibido la compensación mínima a la que tienen derecho. A otros se les pagó, pero no se transparentaron los criterios para cuantificar los montos. El mensaje es tan burdo como brutal: el nuevo poder político puede destruir carreras judiciales sin justificación y sin siquiera compensar a quienes sacrifica.

Durante la discusión de la reforma judicial, se habló mucho de los . Y esos riesgos son reales. Pero sería una ingenuidad —o una irresponsabilidad— ignorar al otro brazo del oficialismo: el Órgano de Inquisición Judicial. Un órgano puede destruir vidas a golpe de oficios sin razones.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: .

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